No debería preocupar tanto el proceso de autoafirmación nacionalista que se vive en Cataluña desde hace unos años, concretamente desde que en junio de 2010 el Tribunal Constitucional anulara y dejara sin efectos algunos preceptos de la reforma del Estatuto de Cataluña, proceso que posiblemente tenga su máxima expresión en las elecciones del próximo 27 de septiembre, convocadas para conformar un próximo gobierno autonómico pero consideradas políticamente como un plebiscito que les permitiría proclamar a los cuatro vientos una hipotética independencia. Hipótesis que provoca, a su vez, mucho ruido y mucha palabrería entre la clase política.

Pero aunque el ruido sea excesivo no debería preocupar por dos cuestiones, en primer lugar porque la mayoría de la sociedad catalana no desea independizarse de España aunque sí manifestar mediante un voto favorable a los partidarios de la independencia su enfado a las políticas centralistas del Partido Popular, y en segundo lugar porque, en el fondo, el nacionalismo catalán (sin duda importante, pero no mayoritario) no busca tanto la separación de España como llamar la atención sobre lo que ellos consideran una deslealtad de la derecha conservadora española hacia una Cataluña que siempre ha aportado, tanto política como económicamente, más que recibido. Ellos saben que su cultura, su lengua, sus tradiciones, en definitiva su singularidad, no están cuestionadas. Al contrario, en aquellas otras nacionalidades que hoy constituyen la España real no existe más que reconocimiento hacia un pueblo al que se considera unido históricamente. Sin embargo, al recurrir al Constitucional el «Estatut», la derecha española avivó el sentimiento nacionalista catalán, su conciencia nacional ante lo que consideraban, no sólo ingratitud, sino desprecio hacia una norma fundamental aprobada en su Parlamento.

El fallo del Constitucional no sólo produjo una fractura en las relaciones de Cataluña con el Estado, también lo hizo con una Constitución que se demuestra incapaz de articular un marco legislativo que aporte soluciones a los problemas de la España de hoy, que no es la misma de 1978. Los problemas son fundamentalmente de orden político y social, problemas que se agravan a medida que la globalización económica y cultural impone el fin de los Estados-nación nacidos de la desintegración de los imperios europeos. Con la cooperación internacional, el Estado-nación tiene un papel menor, y en un mundo globalizado cultural y económicamente se producen cesiones de soberanía nacional hacia organismos supranacionales (Unión Europea).

España es fundamentalmente plurinacional. Nunca se ha mostrado como una única nación si entendemos esta tal y como lo expresó Renan en la Sorbona en 1882: «Una nación es, pues, una gran solidaridad constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que aún se está dispuesto a hacer. Supone un pasado, pero se resume, sin embargo en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La existencia de una nación es un plebiscito de todos los días, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida». Ese sentimiento y ese consentimiento no se ha dado nunca en una nación llamada España a no ser que fuera impuesto en aras de la uniformidad centralizadora que siempre ha preconizado la derecha más retrógrada. España es diversa, en sus lenguas, en su cultura, en sus tradiciones. Conviven en ella naciones que desearían proteger sus identidades bajo el paraguas de un Estado federal que las cohesione socialmente y no que las separe construyendo veintisiete entres administrativos sin poder real alguno. España debe ir hacia un federalismo cooperativo donde la soberanía esté dividida entre un centro y una periferia y donde ningún gobierno pueda interferir en los asuntos del otro.

Cataluña no se independizará de la España plurinacional y democrática que es hoy en día. Se trata, en todo caso, de renegar de las políticas que emplean gobiernos de mayoría absoluta que imponga un pensamiento único y que amenacen constantemente libertades y derechos. No tenemos duda alguna, en próximas elecciones generales la sociedad española en su conjunto responderá eligiendo parlamentos y gobiernos que apuesten por el consenso, la colaboración, el diálogo y el respeto. A Cataluña, como al resto de las naciones que componen el Estado español, hay que tenderle puentes y no fronteras; agradecerle la solidaridad y no amenazarle con la intervención; y hay que tratar de convencerla inteligentemente y no imponiéndose con la coacción propia de gobiernos déspotas.

La revisión de la Constitución española del 78 es razón para todo ello. Hay que adecuarla a las nuevas necesidades que impone la realidad política y económica de un mundo cada vez más interdependiente, en un marco de libertad nunca conocido y con el nivel de conocimiento de una ciudadanía crítica que ya marca un nuevo rumbo de hacer política.