Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Otoño caliente

Crisis migratoria, colapso de las clases medias y xenofobia se han dado cita este verano. Venían de procesos sociales diferentes, pero han empezado a relacionarse de manera preocupante.

La crisis migratoria está en los medios de forma machacona. Emigrantes en busca de trabajo, desplazados por conflictos domésticos y refugiados políticos se han presentado como si fuesen una única cuestión cuando, detrás, se encontraban muchas diferencias. Guerra, sí, pero también gobiernos despóticos y corruptos, situaciones de extrema pobreza por cuestiones ambientales y mala gestión interna y neocolonial y, finalmente, invasiones chapuceras han estado presentes en los que huían de Siria, Afganistán, Eritrea, Nigeria o Somalia y/o elegían como principal puerto de salida la Libia en franco proceso de descomposición. No es la primera vez que se producen estas oleadas, pero sí parece que las cifras se han disparado incluso comparando con meses anteriores. No es nuevo, pues, pero sí puede pensarse que su incremento es reciente.

Por otro lado, determinadas políticas económicas y sociales puestas de moda desde los tiempos de Reagan y Thatcher han tenido como efecto fortalecer a lo que los estadounidenses llaman «el 1%» y reducir el tamaño de las clases medias. Estas habían sido antes un factor de estabilidad en el sistema: estaban a gusto con la democracia realmente existente (incluso la popular), no discutían al «1%» y sabían que sus pensiones llegarían y que el mundo que vivirían sus hijos sería, por lo menos, igual que el que ellos vivían. Las políticas que he citado acabaron con esa situación y, entre las clases medias, cundió una mezcla de desánimo, indignación e inseguridad sintiendo que muchos de ellos estaban «cayendo» socialmente, es decir, se estaban empobreciendo y que la democracia en la que confiaban había dejado de ser un garante del futuro propio y de sus hijos.

Finalmente, la xenofobia había sido y es una constante en el comportamiento animal de los humanos que, como otros animales, recelan del diferente y del extraño ya que lo ven como impredecible. La diferencia puede ser religiosa (islamofobia o cristianofobia), sexual (la homofobia) o racial (racismo puro) y ahí es donde estas cuestiones comienzan a relacionarse.

En tiempos de crisis, los que llegan son vistos con particular desconfianza: vienen a quitarnos nuestro trabajo, amenazan nuestra identidad y pueden llevar el germen de la violencia terrorista. No extrañe que tenga el apoyo social (27%) que tiene la propuesta de Donald Trump de deportar a los 11 millones de extranjeros «sin papeles» que hay en los Estados Unidos. Quizás apoyo no suficiente como para que llegue ni siquiera a candidato oficial, pero no por eso inexistente. Rompiendo el esquema derecha-izquierda, no tiene que extrañar el apoyo que en España, también según encuestas, las «sufridas clases medias» dan a Podemos. Y no extrañe que las propuestas (y las prácticas violentas) de tipo xenófobo estén creciendo en los países «centrales» o «del Norte» y los excomunistas.

Para colmo, las dichas clases medias están perdiendo su confianza tradicional en la democracia realmente existente (algunos ya la perdieron totalmente ante un Estado austero y privatizador) y apoyan propuestas (derecha o izquierda indiferentemente) que respondan a su inseguridad y proporcionen un buen objeto sobre el que descargar la agresividad que sus frustraciones producen. Pueden ser los inmigrantes (sin mayores distingos) o pueden ser, mejor todavía si se quiere tener éxito en la propuesta, cuestiones abstractas como «la casta» (de la que ya no se habla, vista la perspectiva de pertenecer a ella) o el Estado Español que nos roba. Entiendo que entre las clases medias haya la aceptación que parece haber ante tales propuestas.

Todo eso podría ser gestionable con mayor facilidad si no se produjese en un doble contexto. Por un lado, la inestabilidad económica (es decir, financiera) y energética (es decir, petrolera) del sistema mundial de manera que pequeños cambios en cualquiera de sus componentes (pongamos: China) pueden tener efectos globales. Por otro, la inestabilidad política (es decir, de gobernanza) y económica (es decir, monetaria) de la renqueante Unión Europea en la que ya no está claro con cuántos miembros contará en unos pocos años (Grecia, pero también Inglaterra y, con el triunfo de Le Pen, Francia -¿y Cataluña independiente?-) ni si su moneda casi común seguirá siendo el euro.

En esa maraña es donde hay que situar la dificultad de los gobernantes de la Unión (es decir, de sus países todavía dominantes -Alemania-) para afrontar la crisis migratoria: parches en destino y ceguera (¿involuntaria?) sobre las causas y su propio papel. Queda la solidaridad privada.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats