Tengo un amigo (muy parecido a mí: de mediana edad, alto, rubio y de buen porte€) que cada vez que alguien saca los sentimientos a pasear, se pone de los nervios: y es que no entiende que algo que no deja de ser íntimo y pasajero (las emociones) pase a formar parte de debates públicos que deberían estar más orientados a las normas que tenemos que cumplir o los valores por los que nos debemos guiar en relación a la realidad que nos rodea. Quizá si asumiéramos más el «ser» (algo que es real, objetivo y más estable) de las cosas, más que el «sentir» (subjetivas, transitorias y cambiantes las más de las veces) de las mismas, nos iría mucho mejor en según qué asuntos. Qué manía tenemos casi todos con levantar acta y a voz en grito de cómo nos sentimos, y cuánto nos cuesta aceptarnos como somos.

Como muestra de todo esto -dice mi amigo, mientras nos tomamos unas cañas: es que lo veo tan tenso.€- los varios botones que hemos tenido este fin de semana, y casi todos decepcionantes. Bien es verdad que tiene el ánimo decaído por el tristísimo punto de no retorno («por la desidia e inacción de unos; por la deslealtad y demagogia de otros», comenta) que ha adquirido la votación de este domingo en Cataluña, pero también por las reacciones ventajistas del triunfo de la selección de baloncesto, o de las meteduras de pata hablando de españolidad de gente a la que considera inteligente. Y es que no ha habido tregua: estaba Gasol dando el mate final que apuntilló a Parker y compañía cuando los políticos (que se sienten muy, muy) españoles, todos a una Fuenteovejuna, se abalanzaron nada más acabar el partido para meter su cuña publicitaria, dando una imagen ciertamente lamentable. Pero también reseña que se le quedó cara de no entender nada cuando Fernando Trueba («al suelo, que vienen los nuestros», que decía uno€) soltó en la entrega del Premio Nacional de Cinematografía la «boutade» de que «no se ha sentido español ni cinco minutos». No sé, igual me equivoco, pero uno no se imagina a Trueba diciendo «la verdad es que los franceses siempre me han caído fatal» en un hipotético discurso al recibir un premio César a la mejor película extranjera, por muy irónico y estupendo que se ponga. Por seguir con la ironía, tampoco sé cómo se sentirá (si triste o alegre, si eufórico o deprimido) al gastarse los 30.000 € de dotación económica que le pagamos todos (los españoles). A título personal, tiene multitud de oportunidades (dando entrevistas, escribiendo artículos, haciendo películas. «O la sobremesa en familia de los domingos, que dan para mucho» apostilla mi amigo€) para hablar de sus sentimientos de españolidad, pero no parece ser la mejor de las ocasiones el acto en que tu país te otorga un reconocimiento más que merecido.

Y es que cada uno «siente» (o no) los colores de una manera, pero «somos» españoles de igual forma (porque tenemos los mismos derechos y obligaciones, y nos regimos por las mismas normas), lo cual no tiene ningún mérito ni deja de ser un accidente: tan azaroso como ser castaño, tener gastritis crónica o medir uno sesenta y cinco.

En estas disquisiciones andábamos, cuando se acaba de un trago la cerveza, da cuenta de la última aceituna y se levanta en medio del bar, y se arranca: «Uno debe tratar de no guiarse en la vida por las emociones que siente, sino por los valores que tiene. Y los sentimientos, que cada uno los disfrute o los sufra como quiera y pueda. Además, por muchas barreras que se pongan, fronteras que se creen o alambradas que se construyan entre Cataluña y el resto de España, nada podrá evitar que sigámonos riéndonos con Buenafuente, queriendo a Serrat o admirando el juego del Barça. O disfrutando de una película como Belle Epoque, una de las más ácratas y libertarias que ha tenido el cine de este país tan raro, diverso y complejo que es (ha sido y ¿será?) España». Fotre, a ver quién aguanta a éste a partir del próximo domingo€