En las altas cumbres literarias, cuando muere un Premio Nobel, las escuelas pintan de negro sus pupitres; cuando muere un editor, los libros se abren como flores y le dedican un largo minuto de silencio; cuando muere un poeta, como dijo Miguel, «la creación se siente herida y moribunda en las entrañas». Pero cuando muere un agente literario, ¿alguien sabe qué fenómeno nuevo se produce?

La pregunta encontró su respuesta ayer mismo, en cuanto cundió la noticia de que Carmen Balcells había fallecido. Fue entonces cuando alguien unió su nombre y su vida a la dignidad del escritor. «Ella fue quien trasformó el mundo de los derechos editoriales», decían algunos. «Más que eso», proclamaban otros, «Carmen nos devolvió el amor al oficio de contar, hizo que nos sintiéramos profesionales por primera vez». «No se entiende la literatura contemporánea sin ella». «¿No fue la Balcells la inventora del «boom» latinoamericano?".

Quien más o quien menos, desde Julio Cortázar a Javier Cercas, desde Onetti a Rosa Montero, del cielo a la tierra, todos tendrían hoy, ayer, palabras de agradecimiento a la Mamá Grande, a la agente que fundó su negocio en pleno franquismo, cuando campaba a sus anchas la censura y ella salía a proteger, como una loba, a sus autores, a adelantarles dinero para sobrevivir, para el colegio de sus hijos o el alquiler de la casa.

Me cuentan que cuando Alberti regresó del exilio, fue Carmen quien le animó a escribir el segundo volumen de sus memorias, de su arboleda perdida. También fue ella quien en 1986 le pagó un millón de pesetas por el trabajo, cantidad que el poeta gaditano no había percibido en su vida por nada. Hablamos de la misma cifra que Camilo José Cela, autor también de la Balcells, cobró ocho años más tarde, sin despeinarse y de un solo trago, por venir a Alicante y presidir el jurado del Premio Azorín de Novela 1994, edición en la que obtuvo el galardón Gonzalo Torrente Ballester con La novela de Pepe Ansúrez.

Más allá de las diferencias económicas que acompañaron a Cela y Alberti, del muro ideológico que les separaba -un narrador de raza y un comunista cabal-, el papel de Carmen fue claro, preciso y conciliador en todos los casos. Lo fue entre Gabo y Vargas Llosa, pero también, como confidente, confesora y consejera, entre novelistas, poetas y autores de difícil avenencia.

300 escritores representados y más de 50.000 contratos dan una cifra aproximada de lo que movió la Balcells en su larga andadura. Astuta como ella sola, fue capaz de adelantarse al mundo cuando, tras un soplo, logró publicar Cien años de soledad, de García Márquez, abriendo así las puertas al fenómeno del boom latinoamericano. Muchos años después, el propio Gabo la llamó desde México y, al acabar la charla, éste le preguntó: «Carmen, ¿me quieres?». La respuesta de la Balcells fue, como siempre, aguda y sembrada: «Mira, no te puedo contestar a eso porque supones el 36'2% de nuestra facturación».

Con ella se va la gran agente internacional de las letras hispanas, la mujer que cambio nuestra cultura literaria, la madre que acogió en su seno a los cachorros y crías de la camada novelística de los últimos sesenta años.

Y ya se sabe: cuando muere alguien como ella, se viste de luto la inteligencia. Cuando muere Carmen Balcells, todos los libros del mundo salen a decirle adiós con las hojas abiertas.