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Jorge Fauró

Ser español

El sábado me topé en televisión con una entrevista con el presidente de Ciudadanos, Albert Rivera. A pesar de los entrevistadores, unos fulanos que pretenden ser más protagonistas que el entrevistado y siempre a la caza del aplauso fácil, logré verla entera. Debió de repetir una docena de veces que es español. A mí, como a cualquier telespectador, me parecía más que evidente (moreno, ojos marrones, ni guapo ni feo, con erres bien pronunciadas, latino puro), pero el joven líder de C's debió de pensar: «Por si acaso, yo lo repito». El nacionalismo y el Partido Popular han emponzoñado de tal modo el debate de la soberanía nacional, han dividido tanto a la opinión pública, que aunque uno sea de Cuenca o de Lima debe demostrar lo que ya indica el carné de identidad. Consulté la toponimia y comprobé que el apellido Rivera (con v o con b, que da lo mismo) no significa más que lo que uno presupone a poco que conozca la semántica castellana (o española): la orilla del mar o de un río. A esto hemos llegado, a consultar la toponimia para asegurarnos que uno es de barrio. Imagino que la victoria en el Eurobasket habrá recuperado el orgullo patrio, como lo hace el fútbol cada vez que la Selección gana un torneo. Eso está bien. En ocasiones, esas victorias nos ocultan la realidad palmaria de que España es una filfa en el concierto internacional desde que en el Imperio se pone el sol al caer la tarde. Nunca he sido un patriota. Ni siquiera sé bien lo que significa ese término porque entre nuestros presidentes, los tertulianos y mi cuñado han acabado por confundirme. Por procedencia, adoro el cocido madrileño tanto como el arroz de Alicante, pero también el bacalao al pil-pil, el cous cous y la pizza italiana. Siempre he creído que la patria es la familia, la mujer, el hijo, el perro, los amigos que uno quiere. Imagino que con unos datos de paro aterradores, con los problemas sociales que arrastra este país y el poco amor propio que nos caracteriza, lo ideal es envolverse en banderas e himnos musicalmente muy cuestionables. Pero ni las banderas ni los himnos van a detener los desahucios ni van a vaciar los comedores sociales; ni siquiera van a avivar la Ley de Dependencia ni rebajar las víctimas de la violencia machista. Arreglar todo eso sí sería un acto de españolidad o de catalanismo, o de valencianismo. Que no nos engañen, porque tras el debate de la soberanía de España, de Cataluña, del País Vasco o del barrio de Carolinas siempre se esconden las vergüenzas del gestor público incapaz de hacer felices a sus ciudadanos.

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