En toda esta sucia, cruel e infame actividad, que negocia con vidas humanas, siempre hay detrás un grupo mafioso organizado o un furtivo que trabaja solo o, en algún caso, con ayuda de sicarios que colaboran a cambio de formar parte de la expedición -es de suponer que ignorando su realidad- o recibir un puñado de mugrientos billetes arrugados por el sudor, el sacrificio y la miseria de sus ansiosos, esperanzados y siempre engañados, burlados, viajeros hacia un destino anhelado, pero totalmente desconocido. Meta que de alcanzarse no significa el triunfo total sino una continuación de los sacrificios, las renuncias y el lamento inconsolable de los familiares en espera constante de logros tangibles. El lucrativo, brutal e indecente negocio de las pateras, protagonistas en todos los medios por la inseguridad del transporte, los resultados de muerte y el inalcanzable horizonte de riqueza, bienestar y paz, siempre lejano que nos muestra un sol poderoso que suele esconder la presencia del encrespado y horripilante mar, otrora cuna de la cultura y ahora, en el presente, sepultura de miles de ilusionados expedicionarios, juguetes en manos de criminales a los que ciega el afán de lucro y cuyo horizonte aparece con el sol oscurecido por el desprecio y la ambición. Y ante la inacabable demanda de un lugar soñado surgen los siempre dispuestos señores del mal, como gigantes falsamente generosos, ofreciendo el transporte por una cantidad que, al facineroso de turno siempre le parece exigua, con las inseguras, peligrosas y mortales pateras, pequeñas embarcaciones con fondo plano, de escaso calado que, en contadas ocasiones, suelen alcanzar una playa, mas o menos solitaria, en la que, con suerte, son recibidos por la auténtica generosidad de las autoridades que, tras los primeros auxilios, preparará el retorno de los ingenuos, al tiempo que necesitados expedicionarios, hacia sus lugares de origen en el mejor de los casos, dado que son miles los que dejan la aventura entre el terrible oleaje de la quimérica singladura.

Nada nuevo bajo el sol. Un antecedente curioso. En uno de sus libros de relatos -«El mar del color de vino»- el extraordinario escritor siciliano Leonardo Sciascia, candidato perenne al premio Nobel de Literatura, nos narra el viaje de un grupo de paisanos suyos que cayeron, -como tantos otros a lo largo de historia de las emigraciones- en las manos, más bien en las garras de uno de tantos personajes canallescos que medran con el hambre, la ignorancia y la necesidad de salir del pozo al que las circunstancias les han llevado. Son presa fácil para quienes cometen el delito vergonzoso de privar de su dignidad a las personas. Siempre los hubo y desafortunadamente siempre los habrá. Situemos al lector ante Leonardo Sciascia, luego regresaremos a su historia con final inesperado. El notable autor siciliano nunca tuvo la suerte de su lado en el tema del Nobel. Lo merecía sin duda. En marcha mar adentro. Los primeros días la gente duerme, con la ilusión como cabecera. A los once de viaje el sinvergüenza del patrón anuncia la llegada para esa misma noche. Cuando clarea anunciando la salida del sol ya están todos en la playa y el barco en camino de regreso hacia su puerto habitual. Cerca hay una carretera, los atónitos viajeros que regresan de ninguna parte se asombran de ver tantos seiscientos. Los americanos es que son caprichosos. Están hartos de vehículos grandes y usan los mas pequeños. Preguntaremos. Detienen a los primeros coches. Las respuestas, de madrugada, son insultos. Les creen borrachos noctámbulos. Alguien observa una iglesia, no es un espejismo, es algo real. Estamos en Scogletti y el templo Santa Croce Camarina. Están en casa, sin dinero, sin comida y les esperan las despiadadas burlas de los vecinos. Porca vida. Porcos y desalmados canallas.