Se me ocurre comparar a los sirios, en su éxodo a través de Europa, con el Toro de la Vega en su calvario hacia el palenque. Tal vez encontremos paralelismos entre ambos hechos y podamos argumentar sobre los procesos mentales que rigen la conducta de las bestias y de cómo estos procesos influyen en su percepción de la realidad y de cómo ésta modula sus comportamientos bien ante refugiados indefensos, bien ante un toro con la misma condición. Pero ya les adelanto que la tarea de entender lo que está detrás de algunas conductas humanas es tan inútil como su resultado pues, cuando lo que se estudia carece de neuronas socialmente evolucionadas, este suele arrojar más incógnitas que certezas.

Sobre cualquier tema siempre se crean -al menos- dos versiones que contrastan radicalmente entre sí derivadas de nuestra costumbre de imponer jerarquías. Costumbre que puede explicar que se asuman hechos sociales tan injustos como los que están atravesando los refugiados sirios en Hungría, en su paso por Europa camino Alemania, o donde sea, y que solo se justifican por la inercia Europea, el «cabronismo» de algunos Estados y el desapego actual de la política hacia los intereses de la mayoría de ciudadanos sean de donde sean.

No dudo que las categorías sean de utilidad para aquellos que reconocen ciudadanos de primera y de segunda y esto les sirva para ejecutar políticas de contenido fascista saltándose a su conveniencia todos los tratados y acuerdos firmados cuando venían bien dadas (acuerdo de Schengen) mostrando su patita de cordero cuando en realidad ya eran lobos depredadores de los derechos humanos. Y si en lo tocante a las fronteras, y a la dominación de los que están en un lado frente a los que están al otro, se reconocen diferentes categorías sociales, que no será cuando consideramos la misma dominación reflejada sobre la naturaleza en forma de toro.

No comprendo a los defensores de «lo taurino» cuando argumentan que también matamos pollos para comer. Admito, sin embargo, que puede tranquilizar algunas conciencias. Tampoco me hacen reír las miserias contempladas y soportadas desde la lejanía ni las largas esperas impuestas en fronteras contrarias al reconocimiento de un posible futuro.

Hemos asumido, sin rechistar demasiado, la distinción entre dominadores y dominados tragando con un guión aprendido y manifestado a perpetuidad tanto por algunos gobernantes como, también, por los defensores de lo taurino. Este guión ordena jerárquicamente el valor de las vidas haciéndonos ver que no pasa nada ni en la cruel espera del refugiado ni en el destino final del toro. Así, por tradición, igual de olvidado es el niño y su madre, como el anciano y el joven, todos refugiados, como desheredado es el toro al que se mata encubriendo razones de uso y recambio en una sociedad que busca experiencias de poder inmediato, de estatus fugaz. Refugiados, humanos, y toros en la misma circunstancia, ambos secuestrados porque sus vidas y sus futuros no dependen de sí mismos sino de condiciones que se crean de forma premeditada y artificial. Animales -humanos o no- a los que se les hace desdichados al depender exclusivamente del capricho, del interés o de las querencias de unos cuantos. Humanos y toros convertidos en elementos centrales de actos amorales y compulsivamente irresistibles para los que se amparan en el poder o en la tradición. Pobres ambos que viven en una sociedad donde la repetición de un acto injusto toma naturaleza distinta al margen de su cruel contenido negando el derecho al propio bienestar, a su medio legal de subsistencia y a su capacidad de progreso y futuro.

Los toros son reemplazables como un jarrón que si se rompe se compra otro. «¡Si el toro pervive es gracias a este tipo de fiestas!». Eso aducen los defensores de la jerarquización de lo vital. Pero mantener tal aseveración es como afirmar que el cerdo es el más interesado en la venta del jamón de York, es ratificar que no existe una posible comparación ética entre los derechos del animal y los del ser humano. Y me asalta la idea de que una jerarquía de lo vivo solo puede entenderse en la medida en que la eliminación de una vida natural no humana sea consecuente con la necesidad humana misma, y aun así, plantea problemas morales. Pero, y las personas, ¿son reemplazables? Cualquiera de nosotros diría que no. Y si no lo somos en el aspecto sentimental y corpóreo, más familiar e íntimo, menos lo somos al analizar determinadas estrategias políticas.

Así este modelo que puede repetirse en otras fronteras europeas (incluida la nuestra, con amplia tradición de concertinas) debe ser contestado abiertamente por la opinión pública estableciendo un contrapeso indispensable frente al monopolio de esa violencia que concedemos a los Estados, o a la tradición.