En los últimos días, en los últimos meses, se han escrito miles de páginas sobre los refugiados que intentan acceder a Europa, la Europa de la abundancia, la paz, el trabajo y el bienestar. Vemos continuamente, en cada informativo o en cada programa de reportajes, imágenes que en otros tiempos nos habrían puesto los pelos de punta y, hoy, apenas nos hacen levantar la mirada del postre o del café. Nos hemos acostumbrado a la barbarie. Hablo, evidentemente, de refugiados sirios, pero también de eritreos, de afganos, de iraquíes?, que el mundo es un avispero porque lo hemos hecho así a pulso. Homo homini lupus o, como decía Delibes, cada generación tiene su guerra, o debe tenerla según los personajes de Las guerras de nuestros antepasados -libro de lectura muy aconsejable-. Ahora, cada generación tiene dos o tres guerras, estratégicamente situadas para que el occidente ordenado y opulento viva tranquilo y preocupado solo de las acciones terroristas tan difíciles de prever y de atajar. Eso que llamamos terrorismo y los terroristas llaman guerra asimétrica. He conocido a centenares de terroristas en primera persona: ninguno admite serlo. Todos afirman ser soldados que luchan, a su modo y con sus medios, contra potencias muy superiores a las que tienen que oponer la astucia, el factor sorpresa y la audacia.

Un niño ahogado en una playa, cuarenta muertos en las bodegas de una barcaza ruinosa, setenta asfixiados en un camión, un hombre abrazado a su mujer y a su hijo que se tiende sobre las vías del tren para evitar no sabemos qué. Una reportera que patea a quienes huyen, unos policías que entran en la desesperación porra en mano, y otros que tiran bocadillos al aire como tiraban monedas en los bautizos de mi pueblo, para que la chiquillería se destrozara las rodillas peleando por las pesetas.

El problemón es ideal para la demagogia. Podemos pontificar sobre filantropía y derechos humanos. Podemos filosofar sobre el derecho de asilo y la obligación de ayudar a los de nuestro género en situaciones límite. Podemos defender la postura caritativa de «que vengan todos». ¿Cómo se organiza eso? ¿En qué infraestructuras los colocamos? ¿Dónde trabajarán para hacer frente a sus necesidades? No vale con dejar que entren cincuenta mil -es un ejemplo- sin arbitrar de forma minuciosa, su sanidad, la escolarización de sus hijos, su atención social, sus posibilidades laborales, de vivienda y de organización total de su vida, porque la vida de una familia no consiste en darle de comer durante quince días.

Se levantan voces solidarias, se reúnen ministros comunitarios para buscar soluciones, se reparten cuotas de admisión según las posibilidades de cada país. Mientras eso sucede, otros se niegan a admitirlos, crean leyes represivas, los esperan mientras vienen a su suerte en pateras precarias o les colocan vallas y concertinas para que no pasen.

El fracaso de las vallas está cantado. La fuerza del hombre es sobrehumana cuando huye de una guerra, del peligro de morir asesinado sin motivo -si es que algún día y en algún sitio hay motivo para asesinar a alguien-. No hay muro ni alambrada que detenga el ansia de vivir libre.

La historia humana -lo he escrito en INFORMACIÓN varias veces- es la historia de sus guerras, de sus hambrunas, de sus epidemias y de las migraciones que esas realidades funestas han ocasionado. El hombre de Orce, cuyo trozo de cráneo tiene más de medio millón de años, encontrado en Granada hace pocos. El hombre de Atapuerca, que lleva ochocientos mil reposando al lado de Burgos. Los cromañones y los neandertales, todos los homo habilis y los homo sapiens, han sido emigrantes en busca de la supervivencia. Han huido del frío, del hambre, del ambiente hostil y han tendido a la vida mejor, que ya lo decía Aristóteles: la voluntad tiende al bien.

Hace unos días vi a un adolescente sirio extraordinariamente maduro para sus doce o trece años. Las dificultades hacen madurar, la vida muelle, gilipollesca, enganchada a los videojuegos y al guasap, con todos los problemas resueltos por papá, mamá, los tíos y los abuelitos? preparan a un ser indefenso y perplejo ante la jungla que se le avecina. El chico hablaba de manera sensata y contundente: nosotros no queremos ir a ningún sitio. Nosotros queremos estar en Siria que es nuestra casa. Por favor, paren la guerra.

¿Quién hace la guerra? ¿Quién vende las armas al dictador Al Asad y a los fanáticos aprovechados del Estado Islámico? ¿Porqué cuando Sadam Hussein invadió Kuwait fue atacado en una semana y ahora llevamos cuatro años de sangre para que el francés Hollande hable de intervenir? Ah, se me olvidaba que los rusos, con Putin a la cabeza protegen a la nueva monarquía que pretendió establecer en Siria Hafez El Asad primero y Bachar El Asad, su hijo, después. Anda en juego el equilibrio de poder en ese avispero endemoniado que llamamos Oriente Medio y del que nos creemos que queda muy lejos.

Como bien decía el periodista Eduardo Galeano: La violencia engendra violencia, como se sabe, pero también engendra ganancias para la industria de la violencia que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo. Ahí tenemos miles de años de arte destruidos y decenas de barcos naufragados con personas dentro. Miles de hombres errantes.