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Siempre he sido poco sensible ante los símbolos que enaltecen los ánimos. Las banderas me inspiran escasamente. Especialmente una vez se crearon las autonomías y vimos florecer algunas, como las de La Rioja, que producen sensaciones encontradas. Los himnos, menos, dada su escasa calidad musical a salvo algunos, muy pocos. Sus letras me provocan cierta hilaridad por la estridencia en las pasiones que pretenden levantar, dando por supuesto que cualquiera dará la vida por su terruño o que todos estamos prestos a ofrecernos en martirio por aquel. Un exceso que lleva a que algunos hagan el salvaje en competiciones deportivas haciendo demostración de que ese himno opresor no les conmueve, pero que el suyo, tan poco estético como el denostado, les levanta el ánimo y les lleva al éxtasis. Un esperpento. No es que no sea patriota, es que tengo un concepto más internacional del mundo, sobre todo hoy que éste se ha vuelto tan pequeño y el concepto de nación se torna de difícil comprensión fuera de lo cultural y tradicional. Esa idea de espacios cerrados, cuando las miserias se reparten de forma tan desequilibrada con escasa sensibilidad hacia quienes padecen y sufren, cuando las fronteras son una pura ficción temporal y el ser humano es el mismo cualquiera que sea su color o etnia, me inclina hacia lo universal, la solidaridad y la paz. Soy español, pero sobre todo ciudadano del mundo.

Por eso, el debate abierto en las últimas semanas sobre banderas e himnos en esta Comunidad, con alcaldes cambiando letras de los últimos, me parece una excentricidad, sobre todo cuando los mismos que se permiten tales actos, posiblemente ilegales, ponen toda su fuerza en prohibir que los demás utilicen los que consideran suyos en otro tipo de actos. Niegan la interpretación de la marcha real en procesiones y fiestas religiosas invocando una ley que, no obstante, se pasan por el forro de sus caprichos cuando quieren. Exhiben la tricolor, en exceso castellana, en celebraciones políticas a pesar de no ser oficial, pero prohíben el uso de la oficial o la esconden porque no les acaba de gustar. En definitiva, un abuso un tanto arcaico, por ser respetuoso, de patriotismo personal y una negación del contrario al que acusan de lo mismo que ellos exhiben. Y, sobre todo, un toque pueblerino y localista en una izquierda moderna que ha dejado de ser social, sustituyendo su esencia por otro tipo de reivindicaciones más festivas.

Un nacionalismo trasnochado, pequeño, incompatible con la universalidad que la realidad está imponiendo y, en el fondo, protector de intereses muy particulares y egoístas, cerrado a lo ajeno aunque se disfrace con otros argumentos. La historia de los nacionalismos es la que es y no puede cambiarse. A mayor nacionalismo, mayor desigualdad y solidaridad. Ser de izquierdas y nacionalista o católico y nacionalista es un oxímoron, aunque se hayan pervertido los conceptos hasta hacerlos ser lo que no son. Una contradicción que no impide a quienes incurren en ella creerse lo que los actos demuestran incompatible.

Ese afán de prohibir con argumentos que elevan a la categoría de dogmas, pero que no pasan de mero espectáculo, revela un espíritu represor peligroso. No entiendo que atente al laicismo interpretar un himno en una procesión. El laicismo es neutralidad del Estado, no de los particulares y las cofradías son privadas, pudiendo tocar la Marcha Real o Paquito el chocolatero si se les antoja. Un particular no queda vinculado por los deberes derivados del laicismo, pues la práctica de la religión, aunque algunos así lo deseen, no es un acto privado. No incurramos en imposiciones que puedan hacer reaccionar a algunos hartos de tiranías y que, en el fondo, son expresión de ideologías que coartan la libertad.

Y ya metidos en harina y de algún modo relacionado con lo que he dicho, me causa tristeza y dolor este anticlericalismo que llega a ser cruel con los cristianos. En este momento en el que decenas de miles de personas huyen de la guerra en Siria y nos movilizamos solidariamente, he recordado a los miles de muertos que, diariamente, son ajusticiados por el Estado Islámico por el simple hecho de ser cristianos. Mujeres, hombres y niños degollados por sus creencias ante el silencio absoluto de una sociedad, la nuestra, que no se perturba ante un genocidio tan brutal. Pocas o ninguna noticia, escasas o nulas muestras de solidaridad que chirrían ante la sensibilidad extrema cuando suceden estos hechos con etnias o ideologías no cristianas. Hipocresía que debe y así lo hago, destacarse en una sociedad que confunde laicismo con anticlericalismo e, incluso, que llega a despreciar o considerar irrelevante un genocidio por razones religiosas. No hay mucha diferencia entre la política antisemita de Hitler y la del Estado Islámico con los cristianos. Pero, sí la hay en la opinión pública que parece ser que no concede importancia a esta última. Cuando se incurre en excesos, suceden estas cosas. Tanto, que estoy seguro que algunos reprobarán esta denuncia que prefieren ocultar porque afecta a la credibilidad de su discurso o, al menos, demuestra una parcialidad incomprensible e inhumana.

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