Al escuchar una parte del debate de esta mañana en las Cortes Valencianas, sobre la tarjeta sanitaria a los «sin papeles» y los argumentos esgrimidos por algunos de nuestros representantes del «pueblo», me veo obligado a hacer algunas consideraciones.

La Sanidad Pública en España, universal y gratuita, es una gran conquista social y pilar fundamental del que conocemos como Estado del Bienestar. Su preservación debe ser preocupación primordial de todos, de los ciudadanos y de quienes nos gobiernan. Esta Sanidad Pública, en sus actuales circunstancias, se financia en una parte con las aportaciones de los trabajadores y en otro mayor porcentaje con las aportaciones de los contribuyentes cuya capacidad económica no es ilimitada. Si no se racionaliza el gasto corremos el grave peligro de que un día resulte insostenible.

Evitar su quiebra exige reformas que garanticen su viabilidad económica sin pérdida de prestaciones, e incluso, si es posible, que lo es, mejorándola y corrigiendo ciertos puntos criticables como los siguientes:

-La división territorial que suponen las comunidades autónomas con capacidad para legislar y decidir y que no permiten al ciudadano español, no al inmigrante ilegal, disponer de un único documento, tarjeta sanitaria nacional, que le garantice la asistencia, sin engorrosos trámites administrativos, en cualquiera que sea el rincón de España en el que se encuentre.

-La existencia de adicionales «fronteras» sanitarias, además de las citadas, y hasta dentro de una misma población, al subdividirla en áreas y distritos sanitarios en los que la Administración sitúa a cada persona, no como una garantía que es necesaria, de una adecuada atención sanitaria en caso de urgencia, sino como obligación impuesta de acudir al centro de salud u hospital asignado a su domicilio. Los recursos necesarios para su atención sanitaria no se pagan a quien ha prestado la asistencia sino que ya fueron asignados de antemano a uno de esos departamentos estancos. Algunos resumimos este hecho diciendo que «el paciente debe ir tras el presupuesto, tras el dinero, y no al revés». Esta división territorial llega al extremo de impedir que el propio personal sanitario, salvo que se consiga una autorización explícita, sea atendido en el centro en el que ha podido estar trabajando toda su vida laboral. Las consecuencias negativas pueden ser múltiples entre las que están la insatisfacción del paciente y las evitables demoras o listas de espera.

Los facultativos, y todo el personal de la Sanidad Pública son, en la práctica, funcionarios públicos con todas las ventajas y desventajas que ello lleva implícito. No permite la libre competencia entre los profesionales que prestan la asistencia al no disponer de libertad de horarios ni percibir ningún tipo de incentivo, como sería un complemento retributivo o un ascenso en su carrera profesional basado en rigurosos méritos profesionales, «sin dedocracia» y no hace atractivo o interesante un mayor esfuerzo personal que redunde en su prestigio y valoración, imponderables tan necesarios en una profesión en la que es imprescindible una continua formación y puesta al día de los conocimientos.

Por estas y otras muchas razones que omito en aras de la brevedad, considero que no se trata de hacer demagogia en una cuestión tan seria, compitiendo por ver quién es más «humanitario», que por supuesto debemos serlo, o más espléndido con los inmigrantes ilegales y con el dinero ajeno, sino de analizar previamente con el máximo rigor y objetividad los problemas reales de nuestra Sanidad Pública que soportan nuestros compatriotas y estudiar la manera de mejorar lo criticable y menos bueno de ella.