Cuando yo era pequeño, el 11 de septiembre me resultaba un día muy entrañable, el de mi cumpleaños. Mi madre siempre se encargaba de que no faltara una comida especial culminada con la tarta con velitas.

Andando el tiempo en tal fecha, el general Pinochet dio un golpe de Estado en Chile y el presidente izquierdista Salvador Allende acabó suicidándose, dando pie a una larga y terrible dictadura; el socialista tenía el apoyo de Cuba y la URSS mientras al militar lo respaldaban la CIA y el gran capital.

Siendo estudiante universitario en Barcelona, comprobé que los catalanistas enarbolaban la fecha del 11 de septiembre para celebrar la Diada, recordando algo habitual en el nacionalismo, la conmemoración de derrotas, en este caso la de los catalanes defensores para la Corona de España del archiduque Carlos de Austria frente al Rey Felipe V, en la recta final de la Guerra de Sucesión. Lo que se ha contado luego de ese hecho, no es más que otro caso de manipulación histórica.

A comienzos del presente siglo, la barbarie del 11-S con los ataques suicidas fundamentalistas contra Estados Unidos, me amargó la celebración del cumpleaños. Está claro que la fecha queda indefectiblemente vinculada a situaciones conflictivas.

Ahora se nos avecina un nuevo 11 de septiembre, medido inicio de la campaña electoral catalana que culmina con las fiestas de la Merced, patrona de Barcelona. Gustan mucho de las fechas clave; Nicolás Maduro ha convocado en Venezuela elecciones generales, con los opositores en la cárcel y el victimismo por montera, el día de su santo.

Aquí en nuestra tierra, los pasados comicios municipales y autonómicos han dado un vuelco al mapa político valenciano tras el pacto entre minorías que ha propiciado tripartitos de disparidad ideológica pero unidos por el común propósito de evitar que el PP gobierne. De esta manera vemos a las formaciones que los integran comulgar con ruedas de molino y tragar lo indecible en aras a no perder unas cuotas de poder que las urnas no les dieron con una mayoría suficiente.

Ello ha propiciado que la ultraizquierda nacionalista cogobierne en ayuntamientos y Consell sin llegar tan siquiera al 20% de los votos recibidos. Y claro, ahora afloran los pensamientos y talantes radicales expresados por actuales concejales y consellers en tiempos de oposición u ostracismo, sin pensar que quien ocupa un cargo debe gobernar para todos y cumplir la ley respecto a señas de identidad como banderas e himnos.

Las manifestaciones vertidas por escrito en redes sociales son muestra explícita de un talante ideológico y como dijo Horacio, la palabra dicha no sabe volver atrás porque el hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras, según apostilló Aristóteles.

Todos en la vida cometemos errores y de sabios es rectificar. Si resulta que el conseller de Educación, Investigación, Cultura y Deporte Vicent Marzà ha cambiado de criterio, aunque sea por puro oportunismo político, que diga que se retracta de sus manifestaciones a favor de la independencia de Cataluña y de la integración de la Comunidad Valenciana en unos hipotéticos Países Catalanes que históricamente jamás han existido ni son un anhelo político del pueblo valenciano pues recordemos que en los comicios del pasado 24 de mayo Compromís sacó el 18% de los votos y en buena medida gracias al tirón mediático de Mónica Oltra que no se dedicó en campaña a hablar de País Valencià y de postulados pancatalanistas.

Estos siguen muy presentes en la política catalana como se deduce de las recientes manifestaciones del conseller de Justicia Germà Gordó sobre el permanente deseo de anexión por parte de Cataluña de nuestra Comunidad, las Islas Baleares, el principado de Andorra, el Rosellón y la Cerdaña franceses y un trozo de la provincia de Huesca.

Igual de lamentable fue la rectificación: que sólo lo harían si los respectivos pueblos lo aprobaban, faltaría más que pensara en lo que hizo Adolf Hitler con los Sudetes, pero eso sí justificando que todos esos territorios tienen una cultura catalana común, otra falacia porque el término «catalán» sólo vincula al conocido por Principado.

El soberanismo tiene su origen un siglo atrás en las tesis sobre la Nación Catalana de Antoni Rovira i Virgili, marcado, entre otras, por actitudes xenófobas. Hace ahora once años justos Jordi Pujol dijo en una conferencia en la localidad francesa de Prades que él defendía la integración de los inmigrantes siempre y cuando no se mezclaran con los catalanes auténticos porque el mestizaje sería el fin de Cataluña.

El que fuera Molt Honorable aunque el tiempo y su trayectoria han demostrado que de lo segundo no tanto, ya escribió en 1976, cuando dejaba la vicepresidencia de Banca Catalana, uno de los mayores y nunca resuelto escándalos financieros de España, un libro titulado La inmigración, problema y esperanza de Cataluña, donde afirmaba que el andaluz es un hombre que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual.

A ello debemos unir el victimismo referente a que España, no Madrid o los gobiernos sino todos nosotros, lleva siglos maltratando, saqueando, ofendiendo y despreciando a Cataluña, repetido hasta el paroxismo en las aulas que han adoctrinado falazmente en el odio a lo hispano, llegando el delirio a afirmar que Colón, Cervantes, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y hasta Erasmo de Rotterdam eran catalanes cuyo origen han usurpado los españoles.

Habrá que estar muy atentos al posicionamiento de los ultranacionalistas valencianos ante el 11-S, esos que en algunos sitios donde gobiernan han llegado a prohibir tocar el himno nacional, eliminan la cita a España del regional, no izan la bandera oficial rojigualda y evitan decir Comunidad Valenciana. Claro que si el tradicional «seny» parece ser más valenciano que catalán, pensarán igualmente que tal vez quepa ser cautos y prudentes porque «la pela es la pela».