Estos días las televisiones de todo el mundo nos han estremecido como nunca con la muerte, ahogado, boca abajo, de Aylan, un niño sirio, que murió huyendo de la muerte. Ya habían fallecido su madre y su otro hermano algo mayor. Su cuerpo sin vida golpeó todas nuestras conciencias muchísimo más que miles de compatriotas que, antes que él, lo habían intentado buscando huir de la guerra de Al-Asad y, sobre todo, del Estado Islámico. Una crueldad basada en un fanatismo medieval.

La fotografía de su cadáver en las costas turcas sobrecogió al mundo entero con el drama de los refugiados, como si las imágenes que habían desfilado previamente ante nosotros, cómodos en el sofá de nuestras casas, viendo a esos padres cargados de sus hijos, o a esos millares de personas que se arrastran bajo las concertinas, malditas concertinas, corriendo como alma que lleva el diablo con su rostro desfigurado por el terror, no tuviesen la suficiente entidad para arrancarnos de nuestro injusto conformismo y ensimismamiento.

Ha sido muy cruda la muerte inocente tan joven -tenía tres años- arrancada de cuajo y ha sido mucho más impactante, nos ha removido más las entrañas, despertando nuestra cruel indiferencia que hace demasiado tiempo se apoderó de nosotros. La imagen de Aylan muerto ha sido mucho más impactante que la de miles de cadáveres adultos, porque representa la inocencia en estado puro. Pero la muerte es la muerte. Igual de cruel en Aylan que en los miles de sirios que huyen de esa atroz guerra que los asola. Trae a nuestra mente el presente de nuestros hijos o nietos y a su futuro que Aylan ya no tendrá.

La imagen de Aylan me resultó tan poderosa como aquellas primeras fotografías que en los 80 comenzaron a difundir las ONG, aquellas de niños africanos tan delgados que pareciera que sus bracitos se fueran a quebrar, con sus pancitas hinchadas de puro vacío, con las moscas cubriéndoles el rostro sin que tuvieran energía para poder espantarlas, porque el hambre ya había apagado sus fuerzas.

Sucede con los bombardeos de Gaza cuando vemos a unos pequeños ensangrentados caminando descalzos entre los escombros, con los niños saharauis cuando sus ojos negros nos miran con ternura desde lo más recóndito de la Hamada, con los «sin techo» que con su botella de agua y jabón salpican nuestro parabrisas para ganarse unas monedas.

Todas estas imágenes de refugiados sirios repudiados en Europa, de niños en Gaza no hacen más que reforzar mi forzada convicción y asco infinito por la ruindad de unos dirigentes a los que nosotros hemos sentado en sus cómodos sillones de cuero. Siento vergüenza de mí mismo por permanecer indignado pero impasible en el sofá de mi casa contemplando las atrocidades que Occidente está consintiendo con Siria.

Pero seamos un poco profundos, ¿de dónde creen ustedes que se subvenciona el gran poder del Estado Islámico? Por ellos solos, sería imposible tanto orden y armamento. Van mejor pertrechados que muchos ejércitos de Europa. La explicación es más que evidente: del petróleo que tienen en su poder de Siria y de Irak. De aquellos terribles polvos de Bush, Blair y Aznar, vienen estos sangrientos lodos. ¿Quién compra ese petróleo asesino? Las multinacionales occidentales que ni sienten, ni sufren, ni ven. Solo ganan dólares y euros. ¿Qué son miles de vidas para esta jauría hambrienta de petróleo? Nada€ un puñado de desgraciados que solo son «daños colaterales».

Vi a un niño sirio de no más de doce años gritando desesperadamente que ellos no quieren huir de su país, Siria. Solo quieren que Occidente acabe esta maldita guerra. Ahora, con la muerte de Aylan, todos son llantos y crujir de dientes, pero, pronto, nuestra conciencia se dormirá.

Están repartiéndose los refugiados como si fueran sacos. Tocamos a€ No, en España menos que hay cinco millones de parados, tuvo la poca vergüenza de esgrimir un ministro de no sé ni me importa su nombre. Esto no se arregla con vergonzantes repartos, simplemente para detener nuestra hemorragia de vergüenza.

Llegará un momento en que ni siquiera nos sorprenderá descubrirnos zapeando en la televisión, dejando atrás aquellas imágenes del niño sirio como quien pasa un anuncio de detergente, sin detenernos a verlas, sin conmovernos, sin que nuestro corazón se detenga unas décimas de segundo y el estómago se nos haga un nudo, nada. Llegará un día en que aquella tripita hinchada, aquel puñado de moscas formarían parte de nuestro álbum diario, asumiéndolas como una parte más de nuestra realidad.

Que no suceda eso. La solución no pasa por sumar, restar, dividir o multiplicar a las personas. La solución pasa por aniquilar los pozos de petróleo del Estado Islámico y sancionar, gravemente, a las multinacionales petroleras que compren este petróleo asesino. Obama, Premio Nobel de la Paz, tiene mucho que decir.

Solo así la muerte de Aylan valdrá para algo.