El Tribunal Constitucional acabará siendo a este paso un órgano inútil, un órgano marcado con el signo fatal de estar al servicio de intereses políticos de partido. Tal fue el triste final del Tribunal de Garantías de la II República. Si en cualquier otro órgano jurisdiccional la tacha de parcialidad es el peor pronóstico para legitimar su función, cuando la mera apariencia de parcialidad alcanza al órgano que, por definición, es el máximo intérprete de la Constitución, lo que está en riesgo es la propia estabilidad del sistema constitucional. Pues cuando la clave de bóveda cae, el edificio se desploma.

El Tribunal Constitucional tuvo unos comienzos prometedores. Durante años, superando momentos difíciles y coyunturas complejas, mantuvo en pie, para satisfacción de los intereses generales y el respeto a la norma fundamental, criterios constructivos, que preservaban tanto los derechos fundamentales como el proceso democrático y el pluralismo político. Ante la dificultad de reformar determinados aspectos de la Constitución, el Tribunal fue dando respuestas, creativas en algunos casos, que vinieron a fortalecer, por ejemplo, el despliegue, nada sencillo, del modelo autonómico.

Pero, bien por defecto en la elección de sus titulares (hay que decirlo) con criterios poco transparentes, bien sobre todo por las injerencias políticas del bipartidismo, la función ejemplar del Tribunal ha ido decayendo hasta el punto de estar a un paso de perder su credibilidad, arrastrando consigo la estructura toda del Estado de Derecho. Momentos relevantes del deterioro de la institución han sido, entre otros, la extraña y contradictoria sentencia en el caso de la reforma del Estatuto de Cataluña, el nombramiento para presidirlo de un afiliado al Partido Popular, y en estos momentos, dos reformas de su Ley Orgánica, la primera para introducir el examen previo de cualquier reforma estatutaria, la segunda, ya en trámite, para atribuirle competencia para ejecutar sus propias sentencias, ambas impulsadas en solitario por el Partido Popular. Ésta última, por el fondo y por la forma, supondrá poner un epitafio a la institución que pudo ser.

Dejemos a un lado el método elegido por el Partido Popular para llevar a cabo sus propósitos y las circunstancias concretas en las que se plantea la citada última reforma exprés, ambas indicativas de la finalidad partidista que la inspira, en sí mismas cuestionables y merecedoras de la repulsa unánime de la oposición y de la Academia.

Porque el problema de fondo es que, a resultas de la operación, el principal damnificado será el propio Tribunal Constitucional, el cual, por si no estuviera ya suficientemente estigmatizado, tendrá que tomar decisiones y ejecutar resoluciones a manera de burladero de lo que tendría que ser responsabilidad del Gobierno. Esta traslación de las funciones del Ejecutivo al Tribunal Constitucional, no supone solo un acto de cobardía, sino acabar con la división de poderes, tal como su esquema fue concebido en nuestra Constitución.

El Tribunal Constitucional fue concebido como un órgano cuyas sentencias y resoluciones declarativas tienen que ser ejecutadas por la jurisdicción ordinaria y por el conjunto de autoridades e instituciones, preservándose, claro está, los procedimientos previstos en cada caso. Con la atropellada reforma en curso se pretende atribuir al Tribunal la competencia para «imponer multas coercitivas, acordar la suspensión de autoridades o empleados públicos responsables del incumplimiento, o encomendar al Gobierno de la Nación, aún en funciones, la ejecución sustitutoria, todo ello sin perjuicio de las responsabilidades penales que correspondan».

El texto habla por sí solo. La metamorfosis del Tribunal en un órgano amenazante, una especie de Frankestein, puede ayudar a Mariano Rajoy a protegerse de la tormenta, pero es seguro que un rayo partirá el dos a un órgano esencial para la convivencia pacífica entre los españoles y las españolas.