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Javier Llopis

Enfermedad profesional

Al contrario que el resto de los mortales, los políticos nunca se equivocan. Hay una ley no escrita que impide a los gobernantes de este país admitir los errores y comparecer ante la ciudadanía pidiendo disculpas. Este principio tóxico ha hecho posible que nuestra clase dirigente haya perpetrado las peores salvajadas de este mundo sin desviarse ni un milímetro de su camino, manteniendo contra viento y marea actuaciones delirantes cuyas nefastas consecuencias nos han perseguido a través de los años hasta convertirse en una penitencia insoportable.

En el insólito universo de la política española se aplica a rajatabla el viejo dicho castellano de «sostenella y no enmendalla». Prácticas tan normales para el resto del género humano como admitir las críticas, reconocer que uno se ha equivocado o pedir perdón por las meteduras de pata se consideran pecados imperdonables, que se interpretan de forma automática como señales de debilidad y de conducta errática. A base de aplicar esta doctrina de forma intensiva, nuestros políticos se han convertido en auténticos especialistas de las posturas inamovibles y presumen ante la opinión pública de su cerrazón y de su incapacidad para admitir aportaciones externas, por mucho que éstas sirvan para mejorar un determinado proyecto. Por algún extraño mecanismo mental, nuestras élites políticas han acabado cometiendo los mayores despropósitos en nombre de una deformada visión del concepto autoridad.

Esta enfermedad profesional está afectando también a las personas que dirigen actualmente la Generalitat Valenciana. El gobierno autonómico que preside Ximo Puig ha protagonizado un brillante aterrizaje en el poder, convirtiendo los primeros meses de su estancia en el Consell en una reconfortante demostración de sentido común, de prudencia y de espíritu práctico. Todas estas sensaciones positivas se han disuelto al enfrentarse a uno de los asuntos más endemoniados de esta legislatura: la reapertura de la Radio Televisión Valenciana. La magnitud del desastre administrativo y judicial legado por el Partido Popular y la utilización irresponsable y demagógica del tema por parte de la izquierda durante la pasada campaña hacían muy difícil encontrar una salida airosa para este complicadísimo embrollo. Anunciar en pleno fragor electoral que Canal 9 iba a ponerse en marcha el día 9 de octubre fue un inmenso error y la negativa a admitir esta realidad sólo contribuirá a liar aún más las cosas.

La extraña propuesta de reabrir la televisión valenciana con una programación enlatada compuesta por viejos programas rescatados de la nevera es una torpe intentona de arreglar un desaguisado con otro desaguisado aún mayor, abriendo un innecesario frente de conflicto del que se podrían derivar consecuencias jurídicas y laborales inimaginables. Ante situaciones como ésta, sería conveniente que nuestros nuevos mandatarios autonómicos rompieran, por una vez y sin que sirva de precedente, con el sacrosanto dogma de la infalibilidad de los políticos y que comparecieran ante la ciudadanía para decirle algo más o menos parecido a esto: «Señores, la hemos cagado anunciando la reapertura de la RTVV para el 9 de octubre. Esto es un lío de mil demonios y esperamos resolverlo de una forma racional y meditada antes de que acabe la actual legislatura autonómica».

Puede que esta atípica intervención les supusiera a nuestros gobernantes un violento alud de críticas y de acusaciones de falta de criterio por parte de los partidos de la oposición. Sin embargo, los ciudadanos de la Comunitat Valenciana daríamos por amortizado este desgaste político si sirviera para encontrarle una solución definitiva a la catástrofe audiovisual desatada por Consell de Alberto Fabra y para dar los primeros pasos hacia la construcción de una televisión pública digna y plural. A los valencianos llevan tanto tiempo engañándonos y tomándonos el pelo, que agradeceríamos hasta límites insospechados el más mínimo gesto de sinceridad por parte de nuestros gobernantes. ¡A ver si alguien se anima!

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