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Tribuna

A culpabilidad y a miedo

La ciudad se les murió delante de las narices y eso les crea cierta sensación compartida de culpabilidad. Las ciudades industriales moribundas huelen así: a culpabilidad y a miedo. Los mayores se disculpan en silencio ante sus hijos». Esta durísima descripción aparece en la novela «Cómo se hace una chica», en la que la escritora y periodista inglesa Caitlin Moran retrata el estado de ánimo de los habitantes de Wolverhampton, un pujante núcleo de la siderurgia británica arrastrado a los infiernos del paro, del deterioro económico y social por esa gran crisis que se ha llevado por delante a buena parte de las industrias del mundo occidental, condenando a la desaparición a un sector productivo que durante siglos movió las vidas de millones de personas.

Aunque está hecho a miles de kilómetros de distancia, este descarnado análisis puede aplicarse a Alcoy palabra por palabra. La sensación de estupor y de cabreo que sufren esos viejos obreros de las fundiciones inglesas ante el hundimiento de su mundo es la misma que sentimos muchos alcoyanos al enfrentarnos con la triste realidad de una ciudad que cierra fábricas emblemáticas, que pierde habitantes de forma continuada y que ve cómo sus jóvenes se han de marchar fuera para encontrar trabajo. Hemos visto el Alcoy de los siete siglos de industria morirse delante de nuestras narices, hemos visto desaparecer la industria papelera, la del metal y asistimos a los últimos coletazos de un textil maltratado por todas las leyes de la macroeconomía, en el que la supervivencia de alguna gran empresa de las de toda la vida se saluda como un acontecimiento heroico y milagroso. Como en Wolverhampton, entre nosotros se han instalado el miedo y la culpabilidad. El miedo llega ante la incertidumbre de un futuro lleno de perspectivas amenazantes, que nos dibuja la imagen de una ciudad dormitorio con su tejido económico reducido a la mínima expresión y habitada por una extraña mezcla de jubilados y de funcionarios. La culpabilidad se acerca inevitable, al pensar que algo hemos hecho rematadamente mal para que durante nuestras vidas el antiguo orgullo de la industria valenciana se haya transformado en una población irrelevante y ensimismada, incapaz de romper el imparable proceso de decadencia en el que está atrapada desde hace décadas. Como los personajes de la novela, los alcoyanos de cierta edad nos sentimos incómodos ante nuestros hijos y recurrimos al silencio para evitar explicarles algo tan duro como es el hecho de que para desarrollar sus vidas han de abandonar el sitio en el que nacieron: una cómoda ciudad de mediano tamaño rodeada de hermosas sierras y trufada de viejas tradiciones en la que hasta hace muy poco tiempo resultaba agradable vivir.

Las semejanzas existentes entre Alcoy y una deprimente ciudad industrial inglesa venida a menos nos demuestran que en este mundo globalizado no existen las distancias, que las nuevas leyes de la economía mundial igualan con los mismos problemas a un experto metalúrgico británico y a un confiado tejedor alcoyano con apartamento en Miramar y «fulla» en una filà. La escritora Caitlin Moran nos está contando el final de una sociedad y el estado de extrañeza en el que quedan sumidas las víctimas de este traumático cambio.

El viejo Alcoy se ha ido al garete y alguien debería hacer algo para poner en marcha un nuevo modelo de ciudad capaz de salir del hoyo. Entre el triunfalismo patético y vacío de los que apelan de forma suicida a los esplendores del pasado y la depresión colectiva de los que asumen impotentes la derrota debe de haber un término medio. Tenemos una necesidad urgente de reengancharnos con la Historia y no queda demasiado tiempo para milagros.

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