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Tribuna

Rafael Chirbes

Un manantial de agua dulce, helada, que brota tres kilómetros mar adentro, un cañar en donde pegarse un tiro en la boca con la escopeta, caballos degollados desenterrados por excavadoras, el olor del padre que se extingue como la bombilla en la ebanistería. Las putas eslavas o brasileñas o autóctonas hechizadas por la droga del dinero, los macarras, los chaperos, los concejales de urbanismo y el que da la mano: el pringoso jefe de la Falange siempre en la foto, hoy convertido en defensor de sus propios privilegios de su propia biografía, el obispo, la amante, el piso en la Castellana que resume el saqueo. El territorio, nuestras ramblas, el paisaje, el mar, el país, nuestra dignidad, nuestra tierra: todo en venta. La casa pairal, el empresario culto, añorante y a la vez de la burguesía a la que nunca ha pertenecido, el comunismo, el mercedes con aire acondicionado, el mamar por mamar, la impotencia desarbolante del sexo crudo y veloz como negocio o venganza, la crucifixión de Cranach El Viejo, la decadencia del amor implorado en un beso. La Traición. Todo es un solar.

Rafael Chirbes ha muerto a lo bestia. También elegantemente. Si ser distinguido significa ser discreto. Un oso, un ogro huyendo del espectáculo de la literatura y los mercenarios, los intelectuales a sueldo del propio poder que hoy le dedican un cínico, previsible y exculpatorio obituario. Incluso en sus guiones para televisión, en un castellano muy valenciano, Rafael Chirbes ha sido un maestro del concepto, de la expresión, de la palabra. Chirbes es el mejor escritor que ha dado nuestra tierra desde la posguerra. Su narración es la historia de la destrucción de una naturaleza -rehecha, domeñada- a medida del hombre -quizás morisco o cristiano viejo- de la devastación de la cultura de la seda, del arroz o de la naranja, del trabajo y la explotación del senyoret por la mutilación por el gran negocio del turismo de masas y por la invasión y extorsión de la ocupación del territorio. Urbanizaciones olor a cloro en donde burgueses de oficina, pisos patera o caravanas asesinadas a pie de barro en donde trabajadores y precarios creen, pretender vivir la vida, una vida, la que sea, aunque sea unos días. Y acaban agostados, ajenos a sí mismos. Encadenados a su destino.

Chirbes ha escrito en el finísimo alambre de esta entropía sobre la literatura y el oficio, sobre la vida y el precipicio de la desaparición sin cortapisas, con grandeza, abordando sin miedo el abismo y el reto del alma: el incesto, la decrepitud, la pasión, la muerte y la política entendida en todos sus sentidos y sabores, la soledad y la imposibilidad de toda trascendencia más allá del testimonio -Proust, Balzac, Lawrece Durrell, Teresa de Jesús, Philip Roth y tantos y otras que se pierden en el teclado- con unas palabras brillantes y heroicas, escritas con la lava del conocimiento en la estela sagrada de la memoria. Unas letras inconexas -Saturno devorando a sus hijos- escapando por el remolino del tiempo y emergiendo allá a lo lejos. En el agua dulce de la conciencia de nuestra historia, en medio del mar -las olas, incesantes, buscan el dinero- sucio y salado de lo que somos. De lo que acabamos de ser.

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