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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Mala mar

Primer domingo de agosto en una playa familiar de la comarca valenciana de la Safor. Son las once de la mañana y la zona se va llenando de gente con sombrillas y con tumbonas. Hace mala mar; pero tras varios días de lluvia, brilla el sol y se puede disfrutar de una temperatura realmente veraniega. Vacaciones recién estrenadas y unas ganas irrefrenables de exprimir la primera jornada de baño. Una mujer menuda bracea entre las olas y de repente sufre un desvanecimiento. Un grupo de hombres se percata de la gravedad de la situación, salta al agua, rescata a la víctima y la deposita sobre la arena. La Cruz Roja y después el personal del SAMU intentan reanimar en vano a la bañista y en poco más de media hora se certifica su fallecimiento. Se cubre púdicamente el cuerpo con una tela y a su alrededor se forma una pequeña guardia de policías locales, agentes de la Guardia Civil y de familiares llorosos, que apenas pueden asumir la brusca tragedia. Todo el mundo queda a la espera de la llegada del juez, para que proceda al obligado ritual del levantamiento del cadáver.

Pasan las horas y la autoridad judicial no llega. Es el primer domingo de agosto, hace mala mar y en ese pequeño tramo de costa se han producido esa misma mañana otras dos muertes por ahogamiento, lo que obliga al exiguo personal del juzgado a redoblar su presencia en varios frentes a la vez. Alrededor de la mujer muerta va creciendo imparable un tapiz colorista de sombrillas, las familias forman sus corros, los niños hacen castillos en la arena y los adultos se pasan latas de cerveza fría y bolsas de patatas fritas con sabor a jamón. Si no fuera por los inevitables cotilleos sobre el accidente, estaríamos ante un día perfecto de playa con sus agradables chapuzones y con sus alegres reencuentros entre veraneantes veteranos. La jornada se desarrolla con una absoluta normalidad, sólo rota por un círculo fúnebre y pequeño con el que los guardias civiles y los policías protegen el cadáver del paso de una riada humana de personas en bañador. Pasan las horas y llega el momento de irse a comer; la gente se va marchando poco a poco a sus casas y en la arena prácticamente vacía se queda el cuerpo de la mujer fallecida, como un minúsculo bulto tapado con una gran paño de color rojo. Los empleados de la funeraria aguantan el plantón y la solanera en el paseo marítimo, mientras las madres cargadas de cubos de plástico y de toallas duchan a sus hijos pequeños, que se quejan a gritos de lo fría que está el agua.

Sería muy sencillo escribirse una crónica demagógica y doliente con este material del alto contenido sentimental. Sería relativamente fácil elaborar un relato grandilocuente y moralista sobre los insólitos niveles de crueldad mostrados por unos ciudadanos que no son capaces de interrumpir su rutina vacacional ni siquiera ante el espectáculo del fallecimiento de un semejante. Se podrían hacer mil disquisiciones sobre el grado de inhumanidad alcanzado por esta sociedad incapaz de conmoverse ante la cercanía de la tragedia. Se podría incluso recordar aquella polémica fotografía de Javier Bauluz, en la que una pareja de bañistas (insultada en todos los foros habidos y por haber) tomaba el sol tranquilamente junto al cadáver de un magrebí muerto tras intentar cruzar el Estrecho de Gibraltar en una patera.

Aunque la tentación literaria sea grande, sería un inmenso error convertir en unos monstruos sin sentimientos a los protagonistas de esta macabra historia playera. Estamos ante gente normal, ante un grupo de personas capaz de combinar la presencia de la muerte con esa explosión de vida que representa un día de playa con la familia y los amigos. Para bien o para mal, somos así: contradictorios, inexplicables y capaces de digerir sin grandes problemas las situaciones más tensas e inverosímiles. Un viejo refrán castellano resume con una violencia brutal y casi insultante esta habilidad humana para enfrentarse con naturalidad a las circunstancias más dramáticas: «el muerto al hoyo y el vivo al bollo».

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