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Las reacciones suscitadas ante la exhibición de la bandera nacional en un acto del PSOE y las pitadas al himno nacional en Barcelona, tienen elementos comunes. Ambos hechos descansan en una visión de España como fenómeno ajeno y extraño, como concepto que no pertenece a quienes, viviendo en ella, siguen instalados en una concepción «anti» cuyos orígenes residen en la división ya clásica de las dos Españas. Esa división, absurda y anacrónica en los albores del siglo XXI, nos diferencia de muchos países que han sabido poner la convivencia y la idea de pertenencia a un Estado por encima de otras consideraciones, que no han renunciado a la titularidad de la nación como patrimonio común, que no han entregado la nación a quienes la reclamaron en exclusiva en otros tiempos. Toda tendencia a la exclusividad y a la apropiación precisa de dos componentes: el que quiere excluir al adversario y patrimonializar lo común y el que se siente excluido y se obstina en seguir cómodamente instalado en el bando de los vencidos, pues vencido es el que entrega al «otro» lo que es de todos. Tras el rechazo a recuperar lo históricamente colectivo, hay una suerte de orgullo en la derrota, una perpetuación de la aceptación de la misma. Una entrega incondicional de lo propio aunque se revista de expresiones heroicas que solo expresan complacencia. Un anacronismo en el que incurren los que quieren y se vanaglorian de permanecer en el túnel del tiempo.

Porque la misma idea de rechazo al concepto de nación, a los símbolos comunes, implica la concesión graciosa de esa nación a un grupo, la expresión de la convicción de no pertenencia y la prolongación innecesaria de un conflicto cuando quienes un día vencieron, hoy ya no se sienten los dueños del común. No podrían serlo aunque quisieran, pero tampoco quieren. Subyace la idea de vencer a la historia, de subvertir los términos de la realidad, de no superar lo que la realidad ha superado y solo el inconsciente mantiene vivo. Las dos Españas son hoy más un mito que una realidad. Las ideologías políticas nada tienen que ver con la fragmentación del Estado, sino con una forma de entenderlo, por otra parte común a todo país, sistema político democrático y fruto de la libertad de opinión. Pero, esa diferencia no significa que una forma de pensar represente a España y la otra, no. Ambas lo son y no es necesario repudiar la idea liberal de nación para sentir y defender una ideología. Ese fenómeno español es solo una rémora que carece de sentido más allá de un sentimiento que nada aporta a la evolución de la sociedad.

Otra cosa es la memoria histórica, la recuperación de ésta, la dignidad perdida dentro de los cauces de la ética y la justicia. Nada tiene que ver la paz interior con la perpetuación de una ruptura superada hace ya años.

En toda contienda civil, manifiesta Pemán, gana un país, el mismo, una parte de él, no un extraño o ajeno. La solución en estos casos no es el mantenimiento indefinido de la división en el tiempo, que crea fractura social y se manifiesta en una confrontación permanente de modo que los vencidos, parte del todo, se sienten extranjeros ante símbolos comunes, sino la aceptación de la idea común, la asunción como propio de lo que no es de nadie en particular. Izquierda y derecha, en el sentido actual, no equivale a ser o no ser español, idea ésta que parece no haberse superado en un país en el que ser progresista lleva ínsito el rechazo a ser español. Un contrasentido.

Porque, si bien se analiza, no se deja de ser español aunque se rechacen los símbolos vigentes. Lo más que puede suceder es que se sustituyan por otros. Es decir, quienes, fuera del independentismo, desean otra bandera y otro himno, históricamente propios también de España, no buscan no ser España, sino ser «su» España. Tan España como ésta. Tan España una, con la bandera constitucional y la marcha real, que con el himno de Riego y la tricolor. Por ser España, no debe rechazarse la idea de nación, identificarla con la exclusión, pues todos, al fin y al cabo, son España aunque la vean desde diferentes perspectivas. Los símbolos no son excluyentes, sino que sirven a la misma nación. Otra cosa es el valor ideológico que se les atribuya. Pero, todos son y representan a la nación común. Unos tienen valor real y legal y otros, histórico. Y con cualquiera de ellos es posible profesar la ideología propia en un país común.

El error de la Segunda República fue cambiar la bandera y el himno. No era necesario. No lo hizo la primera y no dejó de ser por ello una República. El otro error, una vez terminado el franquismo, fue la admisión de la titularidad de tales símbolos, no franquistas, sino anteriores, por los vencedores, renunciando a recuperar lo que era patrimonio común.

Hoy nuestros símbolos comunes son unos, que ya no representan a un sector del país, sino a la nación. Mantener el rechazo o la atribución de la titularidad de los mismos reducido a una parte es tanto como mantener la derrota permanente.

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