Hay un subgénero del pensamiento postmoderno que corre en auxilio de cualquier ocurrencia política con el argumento de que se justifica por su carácter «simbólico». De esta manera la razón se evade, se escapa por los intersticios de lo argumentable para dejar el campo libre a las turbaciones del alma. A partir de ahí todo da igual, todo debe ser igual porque desaparece cualquier criterio de comparación. Sin embargo lo simbólico es, precisamente, el resultado de depurados procesos de la razón, de la aplicación de la inteligencia a territorios en los que no puede llegar la palabra habitual. El «símbolo», originariamente, en el mundo clásico, era el pedazo de arcilla, o quizá de una moneda, que un embajador llevaba ante un legado o un general, que disponía de la otra mitad: si encajaban las dos partes la orden trasmitida era legítima. Nada, pues, de aleatorio o de irracional en el invento. Otra cosa, por supuesto, es que cada persona aplicara luego su carga de emotividad al llevar a cabo la orden. Los símbolos, pues, no son sueños de una noche de verano, como algunos gustan de defender, más próximos a la magia que al conocimiento histórico, tan saludable.

Un símbolo rico, pleno, sin embargo, fue la visita de Joan Ribó, alcalde de Valencia, a Alicante. No vino a embriagarse de los tópicos usuales, a repartir besos y alzar la mirada asombrada ante nuestros monumentos del fuego. De todo eso haría, que es cosa que dan las fechas, pero a lo que vino es a encajar una pieza que llevaba rota demasiado tiempo. Rota por la soberbia y la ignorancia de unos. Rota por el sentimiento de inferioridad de otros, tan lúgubre como aburrido. Joan Ribó comió en «El Cabasset», que casualmente es mi barraca, y fue de ver cuando, a los postres, no sólo se cantó comunitariamente el Himne de les Fogueres y de Alacant -en valenciano, con perdón de la señora Punset, que en ellos verá terrorífica muestra de separatismo de caníbales-, sino que una parte de la concurrencia prorrumpió en vivas a Valencia. Sí, de verdad. Lo de ¡puta Valencia!, que tanto decía de nuestra cultura y elegancia, dejó paso a celebrar la presencia de unos amigos -¿hermanos?- valencianos, que nada venían a enseñarnos, sino a compartir arroz -y juro que no hubo imbécil debate sobre la calidad superlativa del cocinado en Alicante o en Valencia-.

¿Qué ha pasado para que la gente le aplaudiera por la calle, para que él mismo reconociera los abusos del centralismo del «cap i casal»? Sin duda una transformación en el talante del detentador de la alcaldía -permitirá usted que no recuerde a su antecesora-, una bonhomía que se abre a toda sugerencia, que se empapa de las incitaciones a la novedad y se interroga sobre aquellas cuestiones que salieron mal en el pasado por ver de arreglarlas, porque, aunque parezca mentira, en esta Comunidad, tan maltratada por lo de los dineros de Madrid, más nos vale ser piña que no hacendosos cultores del rifirrafe interno. Pero, y esto es lo que más me importa, Alicante también ha aprendido algo, o mucho, de estos años.

Estos años en los que la carrera era por ver quién disponía de la cosa más grande, de la carrera más gloriosa, del gigante más estupendo, lo único que consiguió es dejar a Alicante más atrasado, tan corrompido como otros pero, encima, con menos realizaciones que enseñar a los tíos del pueblo que venían de visita. ¿Para qué nos ha servido esa forma de hacer política que, a fuerza de competir a codazos por nuestro sitio en El Mapa, nos envió a una fosa abisal? Probablemente no sabemos conceptualizar claramente la época que se abre, y posiblemente no seremos capaces de hacerlo hasta que sindicatos, organizaciones empresariales y cívicas no concurran con sus ideas y anhelos en este asunto al discurso político, institucional. Pero repetiré una vez más que Alicante no tiene otra que dejar de sentirse un alquilado agraviado, quejicoso y maltratado en la Comunidad Valenciana, para pasar a ser copropietario. Pero eso, ojo, significa dejar de preocuparse de la calidad de las paellas para preocuparse por cómo le va a Alcoi o a Altea, pero, también, a Sueca, a Sagunt o a Vistabella. Ser la segunda ciudad del País es algo así, o podría ser algo así como ser la Barcelona valenciana, lo que no estaría nada mal. Pero, para serlo, lo primero es co-liderar -lejos de capitalidades desfasadas- la conglomeración de l'Alacantí, el eje con Elx y su zona de influencia, tender brazos solidarios por toda la costa y el Vinalopó: pensar, en fin, más como pieza territorial que reequilibre la Comunidad demográfica y económicamente que como chabacana ciudad amada por el Mediterráneo, el sol y esas cosas: se trata de elegir entre hacer historia o solazarse en la geografía, entre ser materia de futuro o letra de habanera.

Por eso la presencia del alcalde valenciano fue tan importante: una mano abierta, una alianza ofrecida, tan imprescindible como generosa. Un símbolo auténtico por venir con los aires del cambio y sin las hipotecas de un pasado de sabor rancio. Un símbolo de racionalidad porque nos dijo, nos dice, que en nuestras emociones también resuena la música de otra imaginación democrática, sin los contornos burdos de los límites provinciales ni las decimonónicas o postfranquistas trampas de unas élites que se han suicidado.