Dicen que no hay mejor práctica que una buena teoría. Como profesora de Fundamentos de la Comunicación, una asignatura (bastante densa) en la que se revisan las reflexiones sobre los mass media a lo largo de la historia, hoy voy a hablarles de la Escuela de Chicago, que me gusta especialmente.

Con la etiqueta «Escuela de Chicago» se aglutina el pensamiento que, entre 1920 y 1930, aportaron en esa universidad intelectuales preocupados por la sociedad que se había generado en el siglo XIX en EE.UU. a raíz de la eclosión de medios de transporte y comunicación.

La profunda restructuración urbana (y social) a la que ambos fenómenos arrastraron a algunas ciudades norteamericanas derivó en múltiples conflictos. En este contexto, las minorías aristocráticas y burguesas (que ahora llamaríamos «la casta») se resistían a facilitar la mejora de las condiciones de vida de lo que entonces se definió como la «masa». Los pensadores de Chicago se interesaron por el papel jugado por los periódicos, el cine y los cómics (cada vez de más amplio uso) en estos marcos de tensión. La cuestión era averiguar en qué medida los medios habían influido en el cambio de las estructuras sociales y en qué medida lo habían hecho afectando sobre los esquemas psicológicos individuales.

En esta estaban cuando identificaron un concepto extremadamente interesante: el de «definición de situación». En palabras de Thomas, uno de estos autores, «previamente a todo acto de conducta auto-determinado existe un estado de examen y deliberación que podemos llamar la definición de la situación. No sólo los actos concretos dependen de la definición de la situación, sino que toda una política de vida/?/ proviene de una serie de definiciones de este estilo».

En su preocupación por el estudio de la desviación social y de la delincuencia juvenil, Thomas se percató de que algunos menores -inicialmente no conflictivos- acababan siéndolo porque social y grupalmente se les atribuía determinadas características. El autor planteó que la definición comunicativa de una realidad, por tanto, no es nunca neutra: al contrario, resulta fundamental para el desarrollo de la misma. Thomas lo explicaba muy gráficamente con este sencillo ejemplo: «Si la palabra apesta se asocia sistemáticamente con el nombre de Margarita, Margarita nunca volverá a oler bien». Es decir, las descripciones cotidianas implican gradualmente a la vida y a la personalidad del individuo mismo.

Las observaciones anteriores animaron al sociólogo a postular la siguiente proposición: «Cuando se define una determinada imagen de la realidad, esa imagen tiene efectos reales». Es el famoso teorema de Thomas o de la profecía autocumplida: cuando una situación social se presupone como tal acaba convirtiéndose en real porque el grupo adapta su conducta.

No me puedo quitar a Thomas de la cabeza. En el contexto de la crisis institucional y política que venimos sufriendo, en estos últimos años llevamos siendo bombardeados a través de los medios con dos máximas. La primera: la política debe ser «trasversal». La segunda: la política se ha convertido en sinónimo de incompetencia y corrupción.

Si la profecía autocumplida existe, voy concluyendo mi columna con una primera cuestión: de tanto repetir lo de «la ideología ha muerto» ¿no habremos institucionalizado y normalizado el travestismo político? Cierro este texto con una segunda pregunta que es, si cabe, aún peor: a fuerza de plantear que los políticos actuales son ladrones y nulos ¿no se habrá favorecido, al final, que muchos chorizos e incompetentes estén entrando en política?

En fin: a pensar.