Hay cosas y casos que nunca cambiarán, pese a resultar obvios. Cierta parte de nuestra sociedad occidental, sobre todo la europea y especialmente la española -incluida Cataluña-, hace ya bastantes años que se instaló en el cómodo y cobarde lenguaje de lo políticamente correcto, del buenismo equidistante, en todos aquellos asuntos que no le conviene encarar con valentía ni con la suficiente fuerza ética para denunciarlos. Muchas veces es puro miedo, sí, pero las más son fruto de esa superioridad intelectual e ideológica con la que dicen haber nacido; de ese desdén con el que se manifiestan al considerarse herederos y custodios máximos de las esencias eternas, de la verdad absoluta; son el paradigma del buen progre, del izquierdista de salón (acicalado con el kit estético al uso, el auténtico, no esas burdas imitaciones de todo a cien). Puede que ustedes piensen que eso es así porque muchos de ellos y ellas han leído muy poco, cierto, y su bagaje cultural -imposturas aparte- deja mucho que desear, cierto también. Pero no se hagan ilusiones: qué les importará a estos iluminados cuando se consideran bautizados (metafóricamente, no sea que el agua bendita les haga aflorar arcanos estigmas) en las dogmáticas aguas del ortodoxo Jordán, bañados en el río de la verdad infalible. Por eso hablan solo de lo que les interesa; por eso critican solo lo que les resulta más rentable; por eso solo estigmatizan los comportamientos y conductas prescritos en su unidireccional código de vigilancia.

De esa forma, y tras la intensa presión que ejercen en todos los órdenes (medios de comunicación, redes sociales, universidades, colectivos al uso, foros endogámicos?) han conseguido que gran parte de la sociedad esté amordazada, censurada, asustada por si dice algo que a ellos y a ellas les resulte inconveniente o consideren reaccionario. Cuando se produce uno de esos casos se movilizan al unísono, en comandita, perfectamente coordinados para machacar, hostigar y acosar inclementes al infractor o a la infractora hasta casi hacerle perder su dignidad, su libertad de pensamiento, de expresión, de opinión. Un ejército de sicofantes que persiguen a los trasgresores hasta excomulgarlos por decreto inapelable del Gran Hermano de la Infalibilidad Eterna. La nueva Inquisición. Y ahora, con las redes sociales, todavía más. Cualquier desliz que consideren fuera de lo políticamente correcto, es fustigado sin piedad con el azote del escarnio, de la humillación pública. Recuerda, infaustamente, aquellos aterradores años de la revolución cultural china de Mao donde el populacho era incitado a denunciar en público a los supuestos disidentes de la verdad comunista revelada, a los antisociales, a los burgueses de vesanias recidivas. Si no lo recuerdan (muchos de nuestros progres conceptuales no lo han visto en su vida ni quieren verlo), acudan a cualquier grabación televisiva de aquella época, revisen las imágenes, y comprobarán la degradación pública, la cruel y vergonzosa ignominia a la que fueron sometidas esas personas. Por cierto, ¿se parece el llamado «escrache» algo a todo eso? Contesten después de haberse duchado, es conveniente.

¿Se atreve alguna o alguno de ustedes dos a comentar, escribir u opinar, con respeto, pero desde la democrática e imprescindible discrepancia, desde otra óptica que no sea la políticamente correcta o demagógicamente rentable, asuntos como la inmigración ilegal y los grupos mafiosos e intereses ocultos que en muchos casos está detrás de ella; ¿o sobre el debate serio, humanitario, respetuoso, sin demagogia populista, de la inmigración?; ¿o sobre la mendicidad controlada -con explotación incluida de niños, de discapacitados- por mafias sin que nadie se inmute porque está mal visto?; ¿o sobre la trata de blancas y otros delitos cometidos por mafias extranjeras que han venido con esa exclusiva finalidad?

¿Se atreven a opinar y escribir sobre por qué no ocupa absoluta prioridad y continuas manifestaciones de protesta en el mundo progre, en el del feminismo de salón, asuntos como las aberraciones y abusos contra la mujer, contra sus derechos, en los países islámicos; o sobre las violaciones a mujeres y niñas en el Estado Islámico, con Boko Haram?; ¿o sobre los matrimonios forzados, la poligamia o las ablaciones? ¿Se atreven a opinar sobre la doble vara de medir cuando nos hablan solo de islamofobia y nunca de cristianofobia?; ¿o sobre la persecución de cristianos en países islámicos al tiempo que estos exigen mezquitas en occidente?; ¿o sobre el absoluto desprecio por los derechos humanos en esos países? ¿Se atreven a opinar y discrepar, con respeto, sobre los casos (muchos o pocos) de denuncias falsas en temas de violencia de género (hay quienes lo han hecho, siendo además mujeres, y la «ortodoxia» las ha tachado de mujeres machistas, ha pedido para ellas la excomunión de por vida, el despido, la retirada de sus artículos, el destierro físico e intelectual, el boicot a sus actos públicos, el desprecio). ¿Se atreven quizá los escritores, los periodistas, los intelectuales, los comunicadores sociales, los profesores, las universidades, los políticos, los sindicatos, los colectivos ciudadanos, la mayoría de ONG? Muy pocos, y mucho menos en elecciones. Pues eso, el cansancio del silencio.