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Javier Llopis

Del honor a la provocación

Las Fiestas de Alcoy son reales como la vida misma y con el paso del tiempo se han convertido en un certero retrato de una sociedad; en un termómetro muy fiable, que sirve para medir las constantes vitales de la ciudadanía en un determinado momento de la Historia. Pongamos un ejemplo. Hace sólo veinte años, los Moros y Cristianos reunían en nuestra ciudad a destacados dirigentes políticos de toda España. Ministros, jefes de partidos nacionales, presidentes de la Generalitat e innumerables consellers y diputados movían todas sus influencias para poder salir en una escuadra y disfrutar del protagonismo que da un festejo centenario y cargado de prestigio. Los alcoyanos aceptábamos con orgullo esta invasión foránea y considerábamos que la presencia de estos vips de la política era un reconocimiento a nuestra Fiesta y a nuestra ciudad. Dos décadas después, apenas se ven políticos en los desfiles de las Entradas y las escasas personalidades asistentes se encierran bajo la protección de la tribuna de autoridades. El cambio es espectacular y en la mayor parte de los casos responde al más puro instinto de conservación: hay dirigentes de determinados partidos que temen (con toda la razón del mundo) exponerse a un desfile público entre millares de ciudadanos especialmente cabreados, que en cualquier momento pueden amargarles su éxtasis festero con un sonoro y merecido abucheo o con un par de insultos pronunciados a voz en grito. Los alcoyanos seguimos manteniendo nuestro inquebrantable amor por la Fiesta, pero en unos pocos años nuestra consideración hacia la clase política ha experimentado un drástico cambio a peor.

La experiencia vivida en los festejos de 2014 por el presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, cosechando monumentales pitadas a cada paso que daba por Alcoy, es un perfecto retrato de estos nuevos tiempos, en los que la Fiesta va por un lado y los políticos por el otro. Consciente de que este horno no está para muchos bollos, el máximo mandatario autonómico decidió entrar este año en el Ayuntamiento utilizando la puerta de atrás. Fue un gesto de prudencia que se agradece. Al margen del estado de tensión que sufre una sociedad en crisis, hay otro elemento que ha contribuido a reducir de forma ostensible la presencia de políticos en los festejos alcoyanos: el cierre de la Televisión Valenciana. La existencia del canal autonómico permitía a los gobernantes del Consell lucir tipo festero en las tres provincias de la Comunitat y en horario de máxima audiencia. Podían comerse un plato de olla, hacer el cabo de escuadra o fumarse un purazo bajando por San Nicolás, conscientes de que sus esfuerzos populistas iban a ser emitidos urbi et orbe por un Canal 9 que ejercía de permanente gabinete de imagen de estos mandamases. Ahora, sin una tele que echarse a la cara, la cosa ha perdido toda la gracia; sobre todo, si pensamos que estamos hablando de unos personajes que miden sus apariciones públicas en función de la más estricta rentabilidad política.

Analizando estos ejemplos, se llega a la conclusión de que los alcoyanos no somos tan raros. Nos pasa, más o menos, lo mismo que al resto de los españoles, que a lo largo de los últimos años han visto descender hasta niveles abisales la consideración hacia una clase política decepcionante y muy poco ejemplar. Con la democracia recién estrenada, la presencia de un político en las Fiestas se consideraba un honor, ahora se ha convertido en algo parecido a una provocación. Tal vez por eso, nuestros gobernantes caminan por el mundo protegidos por una impenetrable red de guardaespaldas.

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