Aunque no se hable de ello, pocas cosas duelen tanto como el hambre. Sin embargo, la palabra hambre parece estar fuera de nuestro vocabulario, salvo cuando queremos referirnos a países empobrecidos, remarcando así que su situación es tan penosa que la gente no tiene ni para comer. Pero la realidad es que con el avance de la crisis y la aplicación de las políticas de ajuste, el hambre ha reaparecido con fuerza en los países del Sur de Europa hasta alcanzar niveles nunca antes conocidos desde la Segunda Guerra Mundial, formando ahora parte de sociedades prósperas y avanzadas como la nuestra.

El hambre no es solo un indicador extremo de pobreza, sino el resultado directo de decisiones y cálculos humanos deliberados, algo muy distinto a esa fatalidad inevitable a la que nos tenemos que resignar, como con frecuencia se nos cuenta. En un mundo con sobreabundancia de alimentos, convertidos en un factor más de especulación, acumulación y riqueza, millones de personas dependen de la caridad para poder comer a diario, mientras no nos cansamos de escuchar discursos políticos afirmando que la economía va de maravilla. Y a medida que la crisis ha ido avanzando en España, el número de parados ha aumentado y las políticas de recorte salvaje se han impuesto, los comedores sociales se han ido llenando, al igual que los bancos de alimentos y las colas ante las ONG de reparto de comida y productos básicos se han convertido en parte de un paisaje al que nos hemos acostumbrado con una cierta indiferencia. Son numerosas las instituciones que promueven campañas periódicas de recogida de comida, apelando así a una solidaridad social que trata de sustituir tanto abandono político, llegándose al extremo de que incluso administraciones públicas que niegan el impacto de la pobreza y carecen de presupuestos para atenderla piden a la población alimentos en actos que organizan, sustituyendo así el abandono y la justicia por la caridad.

La sociedad está demostrando que es sensible ante un problema que se ha cronificado, mientras administraciones y responsables políticos callan. Hoy día, los comedores sociales están desbordados, al igual que los bancos de alimentos y los comedores escolares. Mientras tanto, los repartos de alimentos están a la orden del día, si bien, no consiguen ofrecer una respuesta adecuada, ni en cobertura a todos los necesitados, ni en regularidad del abastecimiento, ni en cantidad y calidad suficiente; pero especialmente en la necesaria dignidad para quienes acuden. No hay más que visitar los centros parroquiales en nuestras ciudades para ver las colas periódicas de hombres y sobre todo mujeres con sus carritos y bolsas para poder llevar comida a casa, cabizbajos muchos de ellos. Su pudor es una vergüenza colectiva, un castigo más del proceso de empobrecimiento causado por la crisis, agravado además por la ausencia de mecanismos redistributivos.

Sin embargo, estamos hablando de uno de los derechos humanos más sagrados, el derecho a la alimentación, protegido por tratados internacionales firmados por este Gobierno al mismo nivel que el derecho a la educación o a la sanidad. ¿Puede haber un derecho más fundamental que el poder dar respuesta a la alimentación básica diaria mediante la ingesta de las calorías imprescindibles? Es algo que va más allá de ese concepto tan utilizado de «pobreza efectiva». De hecho, si en España se calcula que un 13,5% de la población está en situación de pobreza efectiva, un tercio de ella atraviesa una situación de insolvencia alimentaria, es decir, en torno a dos millones de personas necesitan cada día de la caridad o de la beneficencia para comer, pudiendo estimar en más de 10.000 quienes están en esta situación solo en la ciudad de Alicante, según los datos obtenidos en la investigación «Emergencia alimentaria», en la que he participado. Pero detrás de estas situaciones de hambre en las familias, existen otros muchos problemas que requieren intervenciones sociales inmediatas, que en numerosas ocasiones no se pueden ofrecer por falta de medios.

Hay que reconocer el importantísimo papel que hasta ahora han jugado las organizaciones civiles y religiosas, junto a los voluntarios y activistas que trabajan en comités locales solidarios, pero proporcionar alimentos esenciales a los ciudadanos que lo necesitan no puede estar abandonado a la beneficencia o la caridad, sino que debe ser una prioridad esencial de los responsables políticos y las administraciones públicas mediante intervenciones más globales.

Las respuestas que se están dando ahora al hambre carecen de una visión basada en el derecho a la alimentación y a la soberanía alimentaria, algo ausente también en las actuaciones de las administraciones públicas y en los programas políticos. De manera que tenemos una enorme paradoja, en la medida en que cerca de dos millones de personas necesitan cada día alimentos para sobrevivir en España, mientras que ningún partido o institución quiere debatir cómo ni de qué forma se atiende esta necesidad. Pero no basta con alimentar a quien lo necesita, sino sobre todo hay que evitar que tantas personas no puedan alimentarse con los ingresos de su trabajo, algo que no admite más esperas.

@carlosgomezgil