«Cuando se es ambicioso todo se quiere poseer. Yo opuse a mi pobreza y anonimato la ambición de enriquecer mi imagen, y la canalicé en la escritura. Era inteligente: y cultivé mi inteligencia. Era engreído y eufórico: y procuré darme publicidad de todas las maneras que pude, incluso al margen de la ética: a través del catolicismo sijeniano, los pordioserismos oriolanos, la mendicancia a Lorca, a Neruda, el comunismo... todo cuanto pudiera favorecerme.

Empecé imitando, como todo aprendiz, y creyendo que superaba a mis maestros. Creía yo que la inteligencia poética consiste en crear dificultades, laberintos y enigmas (luego supe que en realidad estriba en descifrarlos y clarificarlos para los demás con la palabra exacta).

Escribí Perito en lunas como si descubriera el mundo antes que Góngora. Y El rayo que no cesa como si no hubiesen existido Quevedo ni el Siglo de Oro. Y Viento del pueblo porque era inevitable en aquel momento, y porque la visión de la guerra me hizo comprender que en el mundo había algo más que ambiciones literarias y triunfos sociales.

Probablemente, ahí empecé a renegar de mi eslogan de «poeta cabrero» para fijarme en los otros hombres, los que sufren haya guerra o haya paz. Y en El hombre acecha aprendí que la acechanza de la vida se me venía encima con los preliminares de la muerte que son las pérdidas: la libertad, el hijo, la existencia.

Fue el Cancionero -y sus limítrofes- lo que ennoblecería a vuestros ojos lo anterior: cuando desemboqué en el poema mi condición de ser humano y no de poeta; cuando ambicioné enriquecer a los hombres con mi obra en vez de enriquecerme con aplausos».