Me quito el sombrero por la columna de este domingo de Juan Ramón Gil, con quien diferiré en muchas cosas, pero no seré yo quien niegue su transparencia y defensa de la pluralidad. De nuevo, en la palestra, los «podemistas», esos contra quienes nadie podía decir nada sin ser acusado de reaccionario, de cómplice de los Bancos o de promover el liberalismo destructor que nos ha llevado a la ruina. Elevar una crítica contra el partido de Pablo Iglesias te convertía en parte de «La Casta», aunque estuvieses en paro o no llegases a fin de mes, porque «Casta» venía a señalar únicamente a todo aquel en contra del plan de ruta de Podemos, como aquel siniestro y despectivo «Rojo» empleado en los años más oscuros de nuestra España, para señalar a los subversivos contra el régimen.

La última actitud cobarde de los de Iglesias, ejercida contra Ángel Luna tras sus opiniones escritas hacia la formación, pone de relevancia la peligrosa y tensa situación política a la que nos estamos enfrentando y que no alcanzamos a ver en su plenitud por estar viviéndola como protagonistas. Permítanme compartir mi preocupación por el borroso futuro político de la ciudad, del que dependerá llevar a la ruina a nuevos cientos de familias y comercios o empezar a levantar cabeza. Se ha repetido en el pasado hasta la saciedad, pero esta vez, y uno se estremece al darse cuenta de tamaña magnitud, nos estamos jugando, de verdad, nuestro futuro.

Acallar las voces discrepantes a golpe de violencia, aunque se ejerza a través de bufetes de abogados, es claro síntoma de una enfermedad que se ha estado gestando durante estos últimos meses, contagiando los corazones de quienes querían creer en una alternativa política que no ha dejado de dar tumbos, cambios de guión y ha demostrado los mismos escándalos y desenmascaramientos públicos en sus pocos meses de vida que los taciturnos grandes partidos.

Digo yo que ser «Casta» es también que Monedero, el obrero, cobre 400.000 euros en dos meses, que Errejón, el eternamente joven, cobre por una beca sin acudir a trabajar, o que el mismo Pablo, el mesías de tono suave, recibiese supuestamente pagos en sobres de la productora de su programa o que, directamente, se ausentase de sus obligaciones como europarlamentario para darse baños de multitudes.

El marketing político «podemista» lleva tiempo haciendo aguas, demostrando su verdadero rostro y haciendo gala de aquello que, escribía Baltasar Gracián, «el mentiroso tiene dos males: ni cree ni es creído».

El ataque contra los socialistas no es el primero, ni será el último, pues como señala Juan Ramón Gil, ya han llamado a puertas de otros redactores y columnistas, avisándoles que ese no era el camino, muy al estilo de «No es nada personal, son solo negocios». También sucedió en Twitter esta misma semana, cuando los mismos que han denunciado a Luna, amenazaron a Marco Martínez, presentador en InformaciónTV, por estar en desacuerdo con su línea periodística, curiosamente una de las políticamente más plurales del panorama actual.

Conozco personalmente a algunos integrantes en Alicante del partido de Iglesias, sé que son personas válidas con buenas intenciones, pero creo también que son los primeros que están abandonado el proyecto, desencantados, frente la pestilencia de un régimen interno incuestionable, con directrices claras y contundentes del tipo «Si no os hacen caso, cambiad de argumento las veces que haga falta, y si siguen sin haceros caso, amenazadles».

Quizá me toque a mí ser el próximo, o a cualquier de ustedes, pero ¿saben qué?, la diferencia entre libertad y fascismo queda marcada por el nivel de libertad de expresión ejercida por los medios de comunicación, y de no defenderla, estaríamos abocados a acabar viviendo en un país con una única voz. Todo por el pueblo, pero sin el pueblo. Y esto, una vez más, tiene un nombre: Fascismo.