Ha explicado el filósofo alemán Habermas que la crítica estética de origen ilustrado -tan importante para construir la modernidad- entró en crisis cuando los críticos más importantes no supieron entender lo que significaba el impresionismo; los ataques que prodigaron al movimiento que está en el origen de las vanguardias fueron corregidos rápidamente y, después, ningún crítico osó volver a reprobar ninguna novedad. Mejor el silencio que el error, aunque todos reconocieran que sin riesgo no hay crítica. Y así le ha ido al arte, apostillo yo. Pues algo parecido nos sucede con Podemos. Son tan virulentos los ataques recibidos desde la derecha que parece que en la izquierda se ha constituido un consenso negativo y cualquier voz discrepante con lo que ya es un partido político, con altísimas expectativas de voto, será inmediatamente calificado desde el progresismo como un intento de desprestigiar a «lo que significa» Podemos. Las personas progresistas, al parecer, no tenemos más que escuchar y asentir, conformarnos. Es una actitud que no me gusta, aunque entiendo que haya compañeros que estén mucho más cómodos adaptando sus convicciones a la nueva esperanza blanca, y más cuando una característica de las minorías ilustradas de nuestra época es la fascinación ante toda novedad. Otros, en fin, se sienten contritos, y adoptan aire penitencial porque han asumido que ellos son o fueron de la terrible «casta». Pese a mi experiencia política, o por ella, no es mi caso. Y si alguien quiere lo hablamos. Que me siento muy mayor para acatar sin debatir: ni castas ni sectas.

La cuestión radica, precisamente, en ese «lo que significa» Podemos. Está claro que Podemos ha construido muy bien las piezas de una nueva expectativa, que rescata abundantes restos de naufragios y que iluminará las urnas con magníficas intenciones. Les agradezco esa labor, sin ambages, sinceramente, y ahí esta el punto posible de conexión con otras fuerzas para diseñar nuevos futuros. También «significa» el instrumento de castigo de los políticos traicioneros -aunque menos de los especuladores-, algo visto con enorme simpatía por muchos agraviados aficionados a votar a la contra. Y quiso «significar» un «pueblo» imaginado, total, por encima de discrepancias y pluralidades, pero eso reaparecerá cuando menos oportuno sea.

Y aún «significó» un aparato con el que dar miedo a los dominadores de la economía y la ideología. Pero aquí, justamente aquí, empiezan los problemas, los desajustes entre las intenciones primeras y la realidad política, entre el significante y el significado. Creo que ese instrumento del miedo es muy necesario para restablecer equilibrios, pero el asunto es muy complejo y no puede escribirse con la brocha gorda del discurso de mitin, o con el fervor de una marcha sobre Madrid, sino con la paciencia de años de trabajo, estableciendo vínculos con la complicada sociedad civil. Eso es lo que se quiere saltar Podemos y, para hacerlo, para alcanzar el cielo, como pregonaron, han tenido que pactar consigo mismos. O sea, han tenido que suavizar su proyecto para que no de miedo. Dicho de otra manera: han tenido que reescribir las prioridades. Y donde hace unos meses estaba apuntado acabar con el bipartidismo, ahora se trata de sustituir al PSOE en el baile. La pretensión es legítima, sobre todo con un PSOE empeñado en suicidarse cotidianamente de aburrimiento y con una IU fascinada ante la mirada del otro. Lo preocupante son los mecanismos que usen para convertirse en la pieza con la que perpetuar, bajo otras banderas, lo que de caduco tiene el sistema bipartidista.

Lo primero es su renuncia a la izquierda, sustituida por ese invento sin significado lingüístico de «ocupar la centralidad del espacio» y de representar a «los de abajo», como si «abajo» no hubiera mediaciones, contradicciones, intereses dispares. En aras de ganar espacio político, como suelen hacer los tradicionales partidos «atrapavotos», están dejando fuera de foco fragmentos del discurso comúnmente compartido por las izquierdas sobre el feminismo o el medio ambiente, por ejemplo, reducido a secundaria purpurina de decorado todo lo que no sea ambigua e inconsistente defensa de la democracia participativa. Lo segundo es la falta de responsabilidad, que se materializa ahora en la renuncia a presentarse a las municipales, como si las ciudades no fueran una pieza clave para restaurar las condiciones de vida de los más frágiles y excluidos: dejar sin representación municipal a un 20% -o más- de potenciales electores causará una extraordinaria distorsión en la vida pública. Que, además, se atrevan, sin presentarse, a decirle a los demás lo que deben hacer roza un cinismo que no he visto en ningún representante de la famosa casta. Han justificado su retirada estratégica en nombre de su interés partidista, al que dan más importancia que a los intereses ciudadanos. A mí me parece hipócrita, pero no me extraña: porque entre esas sensaciones que justifican su existencia y su liderazgo todopoderoso e hiperpragmático hay un magma de afiliación y cuadros medios de los que es difícil saber qué pensar. Y no por su inexperiencia, sino por su arrogancia. Un ejemplo: tras la fallida asamblea de Guanyem de Alicante, Podemos emitió un comunicado en que apeló a que en la ciudad tienen 3300 adscritos... cuando a la asamblea llevaron a ¡80!, o sea, un 3%: ¿es ese el modelo de democracia participativa que proponen?, ¿un modelo en que unos poquísimos se cubren las espaldas con la abstención de cientos? Con esos mimbres, desde luego, ya pueden tener cuidado con sus futuros concejales, emboscados en diversas siglas: prometen días de gloria en muchos titulares.

Pero quizá lo peor sea el menudeo de casos en los que la contradicción entre su presentación como modelo de ética pública y realidad se hace patente. Es cierto que están siendo sometidos a un escrutinio tremendo: pero es precisamente por eso, porque están fundando su discurso en la descalificación permanente de los modos de hacer política de los demás. Y no les faltan razones para ello, en algunos casos. Pero he aquí el precio a pagar: el ataque indiscriminado es muy barato, pero no gratuito. El caso de la Caja de Resistencia de Monedero es insoportable por todo lo que «significa», pero, sobre todo, porque lo intenta justificar por los altos intereses morales que le asisten. Y no se asume ninguna responsabilidad política mientras la cosa sea legal. Por ahí han empezado todos los corruptos que en el mundo han sido. Luego ya no necesitan justificarse, piensan: el poder justifica suficientemente.

Por eso el mejor esquema posible, ahora, para Podemos, es un acuerdo tácito con el PP: se usarán simbióticamente. Un PP como fuerza más votada es aceptable si uno se convierte de golpe en la segunda fuerza. Y al PP ya le va bien con un Podemos que haga imposible un pacto que le desplace del poder en muchos sitios. Eso es lo que me preocupa, porque esto es política y no ideología. Creo que la izquierda necesita a Podemos para transformar la realidad. Necesita sus votos, su ambición y su inteligencia estratégica. Pero no necesita su inflexible avidez de poder que puede «significar» un obstáculo tremendo para desalojar al PP del gobierno de muchos Ayuntamientos y de la Generalitat Valenciana. No necesita su redundante discurso que pone a todos los demás en la misma orilla. No necesita su ruido. No necesita su ejemplaridad moral. Los demás somos imperfectos, ya lo sabemos. Pero algunos estamos desde hace mucho tiempo donde ellos quieren ir. Un respeto.