ensando en Cataluña y en el planteamiento independentista, me ha venido a la mente la repetida frase de Ortega y Gasset: «España es el problema, Europa la solución», pronunciada ahora hace un siglo. Muchas vueltas se le han dado a la intención con que fue pronunciada y sigue, hoy, sirviendo de punto de partida a muy diversas reflexiones. Tengo para mí que la idea de Europa como «solución» contiene una innegable carga utópica. Cuando los problemas acucian, casi toda salida imaginada o, mejor, anhelada se compone esencialmente de elementos utópicos. Puestos a soñar, para qué empañar los sueños con dificultades; mejor lo hacemos a lo grande y aceptamos sólo fantasear con éxitos. Creo que muchos secesionistas tienen en la cabeza que España es su problema y que en Europa está su paraíso, planteamiento que no comparto pero que merece un debate y no una abrupta descalificación.

Nos pongamos como nos pongamos, el desarrollo de la técnica ha impuesto la globalización. Eso no tiene marcha atrás. El problema es que la globalización ha venido acompañada de la hegemonía del capital financiero en las relaciones económicas, sin que hayamos sido capaces de poner en pie un instrumento político capaz de disciplinar los mercados globalizados. Frente a la propaganda neoliberal, la realidad ha demostrado que los mercados sin control no tienden al equilibrio, ni facilitan un crecimiento cohesionado. Todo lo contrario. Las recurrentes crisis, y la actual con más motivo, nos recuerdan el precio que se paga, en términos de pobreza y exclusión social, por esa falta de capacidad política a escala mundial. Dentro de ese contexto, muchos pensamos que la defensa del modelo social europeo, el denominado Estado de bienestar construido sobre la base de unos servicios públicos potentes y universales, requería una construcción política fuerte, con capacidad para enfrentarse a los intereses del capital financiero globalizado. La Unión Europea tendría que ser ese instrumento. Pero en la UE domina la derecha conservadora, cuyas políticas están agravando la crisis.

Sin embargo, la existencia de la UE ha hecho creer a muchos nacionalistas que no hay riesgo en la fractura de los actuales Estados. Después de todo, los elementos esenciales para el funcionamiento de un Estado, como la moneda, las reglas del mercado o la defensa, vienen garantizados por la pertenencia a la UE, lo que hace más atractiva, sobre todo para las élites políticas, la aspiración a constituirse como nuevo Estado, contando con que se seguiría gozando de las ventajas de pertenecer al Club europeo. No es lo mismo lanzarse a la aventura de salir al mundo a pecho descubierto, con una moneda propia y recién creada, unas reglas comerciales singulares y unos tribunales autónomos, que hacerlo desde la seguridad económica y jurídica que confiere el paraguas de la UE al comercio internacional. El crecimiento de las ansias secesionistas se ha producido, además de en Cataluña, en muchas otras regiones europeas con singularidades históricas o culturales.

Lo que tiene que hacer cada uno es aclarar la naturaleza de sus objetivos o de sus proyectos. Para mí, el proyecto europeo debe estructurarse sobre un fundamento ideológico, no identitario. Respeto a los que han hecho de la defensa de una identidad minoritaria la razón de ser de su vida política, pero no puedo compartir el objetivo. Lo que hace a la Unión Europea necesaria es su capacidad para defender un modelo social basado en el respeto a los derechos fundamentales, que incluyen los derechos económicos y sociales necesarios para llevar una vida digna. Esa capacidad está hoy amenazada por la hegemonía de una derecha partidaria de la desregulación y de la minimización del papel de lo público en la sociedad. Sinceramente creo que, en España, las aspiraciones identitarias deberían sentirse satisfechas dado el elevado nivel de autogobierno de las Comunidades Autónomas en materia educativa o cultural y la protección de que gozan las lenguas autóctonas. No hay, sin embargo, garantías para los derechos fundamentales de carácter económico y social. Para la defensa de esos derechos, para el combate contra la dictadura de los mercados financieros y para el cambio de políticas en la UE, necesitamos la existencia de un Estado fuerte, con un proyecto progresista y con jerarquía en Europa. No va a ser fracturando España como consigamos que las políticas de crecimiento y redistribución, que tanto necesita el sur, tengan mejor defensa. El gigante alemán y sus duras políticas conservadoras pesan ya demasiado en Europa como para invitar a la fragmentación de los otros grandes estados. Italia, Gran Bretaña y Francia, por hablar de los potentes, también tienen sus tensiones secesionistas y siguen con atención lo que pasa aquí. Tampoco olvidemos que la aparición de nuevos estados complicaría, aún más, el difícil proceso de toma de decisiones en el ámbito europeo, limitando su eficacia.

Vale la pena luchar por la utopía Europea, una utopía que, frente a los modelos neoliberales o de capitalismo de estado que dominan otras partes del mundo, se distinga por la defensa de los derechos y las libertades, del desarrollo equilibrado y de la igualdad y la cohesión social. En toda España deberíamos tener claro que esta es nuestra gran apuesta estratégica pues ahí es donde nos jugamos, realmente, la calidad de nuestra sociedad futura. Hablando de claridad, no me resisto a comentar el reducido papel de Podemos en el tema de la consulta catalana. El pasado día 7 la web de un periódico nacional publicaba un artículo de Carlos Jiménez Villarejo, uno de los cinco eurodiputados elegidos en la lista de Podemos, cuyo elocuente título era «Una consulta antidemocrática». Al día siguiente, el mismo periódico publicaba otro artículo firmado por Iñigo Errejón, destacado miembro de la cúpula de Podemos, titulado «Más democracia, nuevo tablero», donde se afirma que Podemos «apoya el derecho a decidir del pueblo catalán». Tremenda discrepancia en un tema crucial para España.