El reciente cese de tres responsables del hospital de Fuenlabrada por parte de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, ha vuelto a poner de manifiesto el difícil equilibrio en que se encuentran los integrantes del gobierno popular madrileño que, por un lado, tratan de convencer a sus ciudadanos de que la sanidad pública madrileña cuenta con el apoyo de las instituciones públicas y, por otro, siguen dando los pasos necesarios, aquellos pasos que los tribunales de justicia les permitan, en el proceso de privatización sanitaria que emprendieron hace algunos años cuando algún iluminado se dio cuenta de que la burbuja inmobiliaria había llegado a su fin, siendo por tanto imprescindible encontrar otras «oportunidades de negocio» que normalmente siempre coinciden con los intereses públicos.

Resulta sorprendente que estos tres directivos hayan sido sustituidos por la cesión de datos de pacientes de la sanidad pública a clínicas privadas, clínicas que los citaban directamente desde sus instalaciones. Y la sorpresa, repito, viene dada porque la Comunidad de Madrid lleva inmersa desde hace años en continuas polémicas con los trabajadores de la sanidad pública madrileña que han alertado en numerosas ocasiones sobre el desmantelamiento paulatino que el Partido Popular se ha empeñado en llevar a cabo de la hasta ahora modélica sanidad madrileña con varios de sus hospitales, como es el caso de La Paz, entre los más importantes de Europa. Acusar ahora a los cesados de ceder de manera ilegal datos a empresas privadas es una buena muestra del cinismo con que el PP entiende la necesidad de los servicios públicos y el Estado del Bienestar.

Pero, ¿de dónde viene esta fiebre privatizadora?, ¿por qué se ve obligado el Partido Popular a hacerla de manera encubierta? La segunda pregunta tiene una respuesta clara: ocultar a la ciudadanía y a la Justicia la privatización de servicios básicos viene dado por el convencimiento de que lo que están haciendo no tiene justificación desde el punto de vista económico ni social. Las manifestaciones de la plataforma de defensa de la sanidad pública, conocida como la marea blanca, que consiguieron acabar con el intento de privatización de una decena de hospitales madrileños han obligado al PP a continuar sus intenciones privatizadoras de manera semi oculta.

No hace falta recordar la admiración que Esperanza Aguirre y su delfín Ignacio González sienten por las políticas ultraliberales que Margaret Thatcher desarrolló en Inglaterra durante la década de los 80 del pasado siglo y que supusieron el fin del Estado protector que los socialdemócratas ingleses construyeron tras la II Guerra Mundial. Recuerda el periodista Enric González en su libro Historias de Londres (RBA Libros, 2010) el desmantelamiento del sistema sanitario británico que Thatcher y su sucesor, John Major, realizaron. Se inventaron la competencia entre hospitales, recibiendo más dinero quien más enfermos captaba mientras se ofertaba generosos incentivos fiscales para aquellos que contrataban seguros privados con un lógico resultado: un sistema sanitario clasista con clínicas privadas para los más ricos, hospitales concertados para el tratamiento de enfermedades banales (esguinces) y hospitales públicos para el tratamiento de las enfermedades graves, por tanto, no rentables. ¿Consecuencia? Se dejó de operar enfermedades derivadas de haber fumado porque los pacientes se lo habían buscado o se evitaban los tratamientos caros «incluso en el caso de niños al borde de la muerte si las posibilidades de éxito eran escasas».

Visto el resultado que las políticas ultraliberales han tenido en otros países europeos en materia de sanidad cabe preguntarse si los votantes del PP en Madrid son conscientes de las consecuencias que para su salud tendría la implantación del modelo thatcheriano que los gobernantes madrileños llevan años tratando de poner en práctica a base de subterfugios. En la Comunidad Valenciana el Partido Popular trató de implementar también la privatización de la sanidad pública con el llamado modelo Alzira, por el que se construyó el hospital de Alzira con dinero público para regalar a una entidad privada la gestión de la atención sanitaria de una amplia zona poblacional.

Es decir, hacer negocio con la salud de las personas. Lo que se vendió como un ejemplo de gestión ha supuesto que la Administración valenciana se haya convertido en rehén de una empresa privada por dos razones. En primer lugar, porque debe pagar por cada enfermo adscrito a este hospital una cantidad anual con independencia de que sean tratados médicamente o no y, en segundo lugar, porque si esta empresa busca un beneficio, resulta lógico pensar que al coste del tratamiento habrá que añadir el beneficio empresarial, costando a los valencianos más dinero la sanidad concertada que la pública. Además, año tras año la empresa privada podrá pedir lo que quiera ya que una nueva adjudicación a otra empresa supondría asumir el fracaso de este modelo.

Como colofón podemos añadir que un reciente estudio de la OCDE sobre la sanidad española establece que los hospitales privados y concertados suponen ya el 55% del total existentes. Nada que objetar si no fuera porque casi la mitad de estos hospitales se financian con cargo al erario público, detrayéndose el dinero que tendría que ser destinado a la sanidad pública en beneficio de la concertada.