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Matías Vallés

Muere el polo opuesto de emilio botín

fallece la gran figura del comercio español la opinión y las reacciones

Sí, se puede escribir un titular comprensible sobre la muerte de Isidoro Álvarez donde solo aparezca el nombre de Emilio Botín. Superada esta prueba, queda demostrado que eran polos opuestos. También se disipan las dudas sobre cuál de ellos suscitaba una mayor atracción mediática. La doble desaparición en menos de una semana sella la vigente vinculación extrema entre El Corte Inglés y el Banco Santander. Lejanos quedan los tiempos en que podía levantarse un imperio sin recurrir al crédito bancario, el milagro del fundador Areces.

Isidoro Álvarez tenía el aspecto de comprar en El Corte Inglés, Botín tenía el aspecto de comprar El Corte Inglés. El equivalente en el orbe bancario del empresario fallecido ayer sería Alfonso Escámez, ascendido de botones y descendido con el auge de los grandes tiburones financieros. Quedan disculpados quienes han confundido a ambos personajes en el subconsciente. Vestían de una forma en la que nadie repararía, para cubrir un físico que no despertaría la mínima atención.

Álvarez debía ser tan anónimo como la fachada granítica de uno de sus almacenes, que apenas revelan un resquicio de la cornucopia interior. Sin embargo, el mimetismo del presidente de El Corte Inglés no empece su importancia. En tiempos que privilegian la estridencia chillona de Ryanair, la discreción es una virtud. Este párrafo gris solo puede leerse como una crítica si se olvida que el liderazgo admite innumerables facetas, y que solo fracasan quienes aspiran a sistematizarlas.

El enigma del empresario fallecido es que nadie ocuparía hoy el trono de un imperio sin incurrir en el exhibicionismo que preludió Operación Triunfo y han consagrado las redes sociales. No cabe la menor duda de que el presidente del Santander disfrutaba enormemente con su cargo, a menudo por encima de los intereses mayoritarios de la ciudadanía. El entusiasmo de Botín se contrapone al semblante cariacontecido de Isidoro Álvarez, que curiosamente transmitía más candor que irritación. Parecía dominado por el interrogante perenne «¿cómo he llegado hasta aquí?», un asombro compartido por el cliente en la primera visita a uno de sus establecimientos.

Las desapariciones de Botín y de Isidoro Álvarez clausuran la etapa patriarcal de la gran empresa española. En el caso siempre paralelo del ejército, la consolidación democrática avanzó primero con la extinción de los generales que participaron en la Guerra Civil, y se reafirmó con un generalato sin experiencia del franquismo. Los nuevos presidentes de bancos y empresas solo han vivido en un régimen democrático, aunque a menudo se les olvida que la Constitución añade el apéndice «social» a la economía de mercado.

Tal vez era lógico que la mayor empresa privada y la empresa más privada de España fuera presidida por un Isidoro Álvarez que detestaba la atención pública. Los motores de búsqueda demuestran que ha fallecido sin haber pronunciado una palabra. Es una lección para ejecutivos parlanchines, persuadidos de la validez universal de doctrinas que practican por pura rutina. Claro que en el presidente de El Corte Inglés nunca se sabrá si aplicaba sus principios o si se limitaba a prolongar el canon del fundador.

Botín puede competir en protagonismo con el Santander, Isidoro Álvarez cede gustoso los focos a su marca. El Corte Inglés no es una empresa, sino una institución a la altura de la Guardia Civil o del Boletín Oficial del Estado. O de Televisión Española, por citar otro ente que también ha descubierto la crisis de audiencia con el imperio digital. No existe todavía un solo español que no haya interaccionado con los grandes almacenes.

En El Corte Inglés se produce una simbiosis entre la imagen del establecimiento y las prestaciones que reclaman sus consumidores. Por una elemental cuestión de veteranía, una mayoría de clientes de los grandes almacenes saben lo que requieren con mayor pericia que los empleados y ejecutivos. Quizás se entiende mejor al hablar de Apple y Coca-Cola, marcas tan masivas que no tienen otro remedio que plegarse a sus compradores.

Poco antes de morir, Isidoro Álvarez se flanqueó con Manuel Pizarro. Esta aventurada decisión se valorará hoy como un gesto previsor, aunque equivale a que el presidente de los grandes almacenes se hubiera lanzado a bailar un rock desenfrenado, en una de las fiestas veraniegas a las que acudía en la convicción tranquilizadora de que todas las miradas se desviarían hacia Isabel Preysler.

La llegada de Pizarro significa que El Corte Inglés contrata a un adjunto que habla el inglés sin cortarse, y que con toda probabilidad se vestía en otra tienda. Será una solución de recambio o un guía para quien haya olvidado su glorioso ridículo ante Pedro Solbes, un gobernante de la estirpe de Escámez o de Isidoro Alvarez.

En todo caso, procede imponer alguna cautela a las sucesiones precipitadas. El súbito encumbramiento de Ana Botín, que aparece de nuevo junto a su esposo, ha sido recibido por el Financial Times con un sano escepticismo, al destacar que la presidenta del Santander «ha recibido el respaldo unánime del Consejo, pero su posición tiene que ser confirmada todavía por los accionistas».

En el verano de 1990, la princesa Smilja de Mihailovich reclutó a su gran amigo José María Aznar como pregonero de la cita anual de la moda ibicenca ad-lib. Tan ajeno a los desfiles de gasas como alérgico al espíritu de Eivissa, el futuro presidente del Gobierno destacó con notable desparpajo y dudosa politesse que «a mí me compra la ropa mi esposa en El Corte Inglés». Era una garantía de seriedad castiza, probablemente la corrupción anidó en el corazón de los políticos españoles cuando dejaron de comprar en los grandes almacenes.

El Corte Inglés enmarcó el acceso de España a las clases medias, y por supuesto se ha visto perjudicado en cuanto el gobierno Rajoy decidió desmantelar la burguesía con encarnizamiento. Los grandes almacenes precedieron al PP en su combate contra el sindicalismo y, como la vida sigue, la versión postmoderna de El Corte Inglés se llama Zara, con un presidente todavía más opaco que Isidoro Álvarez.

En las despedidas a Botín, Álvarez y esperemos que nadie más, este texto no ha recurrido a los sinónimos dictatoriales asociados tradicionalmente a los condottieri empresariales. La ausencia léxica será notada y criticada por los mismos que divinizaron a Steve Jobs, de cuyo acentuado despotismo no servirían ni como alevines los protagonistas de esta página.

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