Por diversas razones, que no suelen coincidir con las más habitualmente expresadas en el debate público actual, me opongo a la secesión de Catalunya, pero debo reconocer que merece la pena lo que sea por ver juntos a Savater y Jiménez Losantos, entre otros, apadrinando un documento, apolítico y presentado por una Diputada del PP, cuyo elemento central es la constatación de que las élites españolas (?) están a la defensiva en el contencioso catalán y, por lo tanto, exige del Gobierno de Rajoy -¿«Maricomplejines»?- que no negocie con la Generalitat catalana. La razón obvia es que los nacionalistas son intrínsecamente perversos y anulan la libertad y la igualdad -se les ha olvidado la unidad y la grandeza-. Ya sé que hay nacionalistas así, y liberales, conservadores, cristianos, socialistas, comunistas, verdes, anarquistas? Pero lo que más me preocupa es que si es cierta la culpa innata de los nacionalistas estos firmantes deben ser de lo peor, pues su tarea sólo puede interpretarse como propia de unos nacionalistas desaforados, los que niegan las virtualidades del diálogo. Eso: nacionalistas españoles. Aunque se sabe que esa es una especie imposible. Faltaría más: los nacionalistas, como el infierno para el filósofo, siempre son «los otros».

El argumento que planea en esa defensa del nacionalismo invisible y en la preferencia por el conflicto frente al diálogo es que «nosotros», los españoles, disponemos de una Constitución que garantiza Derechos y los otros no la tienen, de lo que se deduce: A) nuestra superioridad moral; B) la insania mental de catalanes -en este caso- pues reniegan del instrumento y de la cultura política que (les) asegura Derechos. Por supuesto no se fijan en el pequeño detalle de que, de esta manera, otorgan a los independentistas el mejor de los argumentos: ellos quieren también disponer de una Constitución, entre otras cosas porque el sistema constitucional español no es suficientemente flexible -ni se quiere que sea- para que su Estatuto de Autonomía les reconozca peculiaridades obvias y singularidades, formulables en término de Derechos, que en nada empecen el pleno disfrute de la soberanía por los que no somos catalanes, como dice el manifiesto, que en esto son como la Iglesia cuando argumentaba que el matrimonio entre personas de igual sexo perjudica al de personas de distinto sexo. La comparación no es extemporánea: siglos de turbaciones se vivieron antes de que se admitiera como un hecho plausible la pluralidad religiosa, y otros tantos viviremos antes de que se asuma sin problema que en un Estado pueden convivir con provecho mutuo varias naciones. Bueno, se sabe lo de Suiza, pero también se sabe que la derecha va a Suiza, sólo, a otras cosas.

Es casi seguro que los más listos de los firmantes traten de salir del atolladero argumental invocando el «patriotismo constitucional», elaborado por Habermas y otros intelectuales alemanes e importado al solar íbero por la FAES, cambiando su significado, por supuesto. La concepción originaria partía del enunciado de que era posible asumir un patriotismo alemán en la medida en que el pueble germano se sintiera orgulloso de haber superado el nazismo, oponiéndose activamente a la defensa, olvido o tergiversación del hitlerismo (al respecto sólo planteo una prueba: propóngase a los firmantes de este manifiesto signar otro que reclamase políticas públicas de reconocimiento radical del significado criminal del franquismo y del valor de la memoria antifranquista, a ver cuántos quedaban). Desde esa idea, los patriotas constitucionales alemanes avanzan a afirmar el reconocimiento de una unidad en torno a la Constitución en una circunstancia «postnacional», es decir, que no se recrea en las tradiciones del nacionalismo alemán (¿repetimos la prueba con la superación de la nación española?) Finalmente Habermas ha reiterado la ambivalencia de que en esa construcción influyera mucho un latente «patriotismo del marco», o sea, una potencia económica que superaba anteriores inestabilidades e inseguridades (¿podemos argüir eso aquí, en las condiciones de la crisis que, entre otras cosas, está en parte detrás del conflicto catalán?).

Al final lo que queda es rancio nacionalismo español, aun en boca de ilustres personajes. Y lo que subyace siempre, faltaría más, es la salvación del sacrosanto consenso constitucional. Pienso que sí, que aquel consenso fue muy positivo, de las mejores cosas que nos han sucedido en la atormentada historia española, pero también pienso que seguir usándolo como criterio de validez para toda situación, como justificación legitimadora de cualquier cosa, sólo nos va a llevar a quebrar la idea constitucional por dentro y a generar anomia y ruptura de un pacto más originario: el que permitió que se sentaran a la mesa los que debían pactar el Texto Constitucional, el que se ha de basar siempre en el diálogo, aun en sus formas más tortuosas, el que de verdad es un capital simbólico imprescindible. Por lo tanto atacar el diálogo futuro en nombre del consenso pasado no sólo es un insulto a la inteligencia sino una apuesta por andar por la cuerda más floja que alguien pueda imaginar desde que Franco nos quiso dejar atados y bien atados: al fin y al cabo los Principios Generales del Movimiento se autoproclamaron inmutables e imprescriptibles, como estos signatarios imaginan la Constitución. Por esta vía llegamos, más allá de la cuestión catalana, a un problema nodal de nuestra convivencia: ante cada problema serio buena parte de la ciudadanía clama por el consenso y la propia arquitectura constitucional y la razón democrática aconsejan consensos para emprender reformas inaplazables. Todos lo dicen, pero la derecha, encastillada -en todos los sentidos de la palabra-, se limita a formular el conjuro eterno de ese consenso pero advirtiendo de antemano que no dará ningún paso, que al enemigo no se le va a regalar la mesa y la palabra. Y por ese camino, claro, cada vez seremos más los enemigos. Y el consenso ha devenido pura fórmula mágica para explicar lo inexplicable y para tratar de mantener dentro de las cuevas todas las discrepancias. Mala pinta tiene esto.