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El retrete en casa: de la sofisticación a la obligación

Hasta bien entrado el siglo XIX las casas alicantinas carecían de retretes, en el sentido que ahora los conocemos. Al igual que sucedía en el ámbito rural, los habitantes de la ciudad hacían sus evacuaciones en lugares ajenos a la vivienda propiamente dicha, casi siempre ubicados en rincones del corral o del establo anejos. Eran las letrinas.

La palabra «letrina» deriva del latín «latrina», que a su vez era una contracción de «lavatrina», nombre con el que los romanos designaban antiguamente el lugar destinado para el baño, luego llamado «balneum». Situadas junto a la cocina para aprovechar el agua caliente con que se hacía la comida, las lavatrinas sirvieron también como lugares donde expeler los excrementos, que eran desalojados por los desagües con el arrastre del agua. Cuando en el siglo III a. C. los romanos establecieron los baños públicos, desaparecieron los privados de las casas modestas y, en las ricas, se construyeron con hipocaustos, quedando la «latrina» como aposento dedicado únicamente para evacuar.

En Pompeya, debido a la gruesa y mortífera capa que la cubrió, generada por el flujo piroplástico expulsado por el Vesubio en el año 79 d. C., se han conservado casi a la perfección las letrinas públicas. En una gran sala, pegados a tres de sus paredes y con soportes de piedra, había asientos que vertían sobre un canal de agua corriente que pasaba junto al muro y que arrastraba las inmundicias hasta el alcantarillado. En esta ciudad había una o dos letrinas en casi todas las casas. Muchas tenían dos piedras labradas donde poner los pies, en cada una había una esponja sujeta a un palo (que servían para lo mismo que las actuales escobillas), algunas estaban aireadas por ventanas y las que no vertían en las alcantarillas lo hacían en pozos ciegos.

No se han encontrado vestigios de letrinas en el yacimiento de Lucentum, lo que no quiere decir que no las hubiera.

Pero, como muchas otras costumbres higiénicas, el uso del agua en las letrinas, tanto privadas como públicas, desapareció durante la Edad Media. Reducidas a un simple agujero en el suelo que comunicaba con un sencillo y maloliente pocillo a manera de depósito, sobre el que se colocaba, en el mejor de los casos, tablones de madera o placas metálicas en los que poner los pies (conocidas popularmente «a la turca»), las letrinas estuvieron durante siglos situadas fuera de las casas, en lugares cubiertos y más o menos escondidos, en los que el agua, si llegaba, lo hacía en cubos.

El motivo principal por el que las letrinas se preferían lejos de las viviendas era obvio: el mal olor que despedían. Pero esta lejanía entrañaba también la incomodidad de tener que salir de la casa por las noches o en momentos de fuerte inclemencia climática. Para evitarlo, se usaban bacines u orinales, que por supuesto apestaban hasta que eran vaciados y limpiados.

A pesar de este inconveniente, como si los efluvios que despedían sus cuerpos no fueran tan hediondos como los del resto de los humanos, algunos privilegiados contaron ya en el Medievo con la comodidad de tener siempre cerca una especie de segundo trono en el que evacuar. Eran reyes, príncipes, cardenales y demás gentes poderosas que tenían a su servicio sillones o cajas cuadradas de madera, debidamente agujereados y que contenían un bacín. Estos otros tronos solían guardarse en un cuarto pequeño y contiguo a la alcoba, junto a otros objetos de variado uso. Estos cuartos servían por tanto de almacén, pero también para retirarse a meditar, comer a solas o lavarse. Solo los palacios y las mansiones de los más potentados poseían estos aposentos íntimos, llamados retretes.

En 1597, el escritor inglés John Harington inventó un asiento con cisterna que se vaciaba con el agua que ésta despedía al accionar una válvula. Ofreció su invento, al que llamó «Ayax», a la reina Isabel I de Inglaterra, quien mandó instalarlo en su palacio de Richmond. Pero al parecer dejó de usarlo muy pronto por culpa del ruido que producía y por la peste que salía constantemente del pozo ciego sobre el que estaba colocado el «trono», conocido como «water-closet» (literalmente, «armario de agua»).

Fue un matemático y relojero escocés, Alexander Cummings, quien perfeccionó en 1775 el «water-closet», convirtiendo el viejo trono de madera en una taza de porcelana e incorporando una tubería en forma de ese (un sifón) en el desagüe, de modo que en la parte inferior de la misma siempre quedaba algo de agua, evitando así que los gases salieran del depósito subterráneo o del albañal que comunicaba con el alcantarillado. Cummings patentó su w.c. con sifón y setenta años después fue obligatoria su instalación en todas las casas inglesas de nueva construcción.

Los alicantinos, como el resto de españoles, fueron poco a poco aceptando el «water-closet» inglés, no importándoles meterlo dentro de sus casas, por cuanto era inodoro, o sea, no olía. ¿Y dónde lo colocaron? Pues en los retretes, que por aquel entonces (comienzo del siglo XIX) ya era una habitación bastante común en las casas españolas, y cuya semántica evolucionó de «cuarto pequeño destinado a retirarse» a «aposento dotado de las instalaciones necesarias para orinar y evacuar el vientre» (Academia, 1817) y «estas instalaciones» (1870).

Comoquiera que «retrete» fue convirtiéndose en una palabra demasiado vulgar, a lo largo del siglo XIX empezó a ser sustituida por «inodoro» para referirse al aparato y «escusado o excusado» para la habitación donde estaba instalado. A finales de ese siglo se empleó igualmente el nombre inglés, water-closet, o simplemente water, que acabó siendo adaptado a nuestro idioma como váter. Pero también váter se consideró vulgar, por lo que ya en el siglo XX se emplearon otros sinónimos supuestamente más elegantes para referirse tanto al aparato (taza) como a la habitación (aseo, baño, lavabo).

En Alicante, un bando del alcalde Julián de Ugarte y Palomares, fechado el 9 de junio de 1886, exigió «como indispensable en todo permiso para edificar, la colocación de inodoros». Veintiséis años antes, en 1860, el Ayuntamiento confeccionó una relación de las casas alicantinas que no tenían retretes, siendo éstas ya bastante menos que las que sí lo tenían. Llama la atención que muchos de los propietarios de las casas que no contaban con retretes fueran personas adineradas, como el conde de Casa-Rojas, el marqués del Bosch o el conde de Almodóvar, pero es de suponer que no eran las casas donde ellos residían, sino que las tenían arrendadas. Por aquel entonces, la mayoría de las casas de la ciudad pertenecían a un reducido grupo de personas. Una de ellas era José García, que aparece en dicha relación como propietario de 55 casas: las 9 que había en la Travesía de la calle los Platos, 22 de las 23 que había en la calle del Gallo, 13 de las 16 de la calle Concepción, y 11 de las 24 que formaban la calle los Platos.

La progresiva instalación en las casas alicantinas de retretes conectados al alcantarillado provocó numerosos problemas de obstrucciones, malos olores y quejas vecinales. El número de acometidas a la red de saneamiento no dejó de aumentar a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del siguiente. La mala construcción de algunas de estas acometidas o su nula conservación ocasionaban graves inconvenientes de salubridad, que el Ayuntamiento procuró atajar a base de amenazas, denuncias y multas. Abundan en el Archivo Municipal los expedientes sobre denuncias realizadas por la falta de higiene y el mal estado de los desagües de los retretes entre los años 1913 y 1928.

El 15 de octubre de 1918, un bando del alcalde Antonio Bono ordenaba a los propietarios de fincas urbanas la colocación de sifones en los desagües de los retretes en un plazo de cuatro días, amenazando a los infractores con multas de 250 pesetas. Y otro bando del 3 de enero de 1927, esta vez del alcalde Julio Suárez-Llanos, recordaba a los dueños de fincas urbanas que las ordenanzas municipales exigían que «todas las casas de la ciudad tengan por lo menos una pieza destinada a retrete, con luz y ventilación directa, cuyas dimensiones mínimas han de ser de un metro de longitud por ochenta centímetros de latitud y dotados de sifones o aparatos inodoros».

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