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El turismo es cosa de todos

Tantos años defendiendo que los ayuntamientos y demás administraciones públicas debían implicarse cuanto más mejor en la promoción turística. Toda una vida (la mía, claro) argumentando sobre la conveniencia de que crearan e impulsaran su marca colectiva. Venga reclamar más protagonismo del turismo en los presupuestos públicos. Y, mira por donde, las escaseces y penurias de las haciendas pueden haber obrado el milagro y haber conseguido que me replantee todos mis criterios y reconsidere, si todavía estoy a tiempo, todas mis creencias. ¿Estaba equivocado? ¿Debo corregir todos mis rancios postulados? ¿Tenían razón los otros, los que decían que ese era un tema reservado a las empresas privadas? Quizás a ustedes semejante conjunto de interrogantes les deje más bien tibios, no les produzca la más mínima inquietud, pero lo que es a mí, con el historial que llevo a cuestas, la posibilidad de tener que dar marcha atrás no deja de producirme una convulsión interna de respetables magnitudes.

Intento buscar alivios, por si acaso tuviera que aceptar los razonamientos de los antagonistas y me viera obligado a realizar un drástico cambio de rumbo, y me consuelo recordando algunos antecedentes de reconversiones sonadas. He aquí la más ad hoc: la de San Pablo. Este incrédulo, al pegársela del caballo, vio la luz y no vean el papel que jugó desde entonces en el apostolado de las creencias que hasta aquel momento había combatido. Y, me pregunto, ¿por qué no puedo yo jugar semejante papel (aunque sea más modestito, a mi nivel) si me convencieran de que estaba equivocado, si me tiraran del caballo?

Es que no las tengo todas conmigo. No crean que los argumentos de mis -todavía- rivales no se las traen. Bueno, desde siempre habían sostenido que la promoción de cualquier marca, empresa o producto había que contemplarla bajo el prisma del negocio. O sea, que solo intentando conseguir beneficios estaba justificada la realización de la promoción, que se trataba de una cuestión puramente comercial para vender y sacar la mayor rentabilidad posible a las empresas. Y, lo que va aún más allá, que la propia acción promocionadora debía ampararse también bajo los criterios de la obtención de beneficios. Así que, decían, ¿qué pintan las administraciones enredando por ahí? No poseen empresas, por tanto, no pueden obtener ingresos. Además, añadían luego, que dejen las acciones de promoción para que la gestión privada las realice y saque su provecho también de ello. Impecable planteamiento liberal. Hasta que añadían aquello de «que me pase la administración el dinero que ya haré yo la promoción» y se descubrían; y claro, perdían la credibilidad.

Pero ahora concurren otras circunstancias que, bien manejadas, añaden argumentos a los defensores de la inhibición de la empresa pública en estas labores. Ya no se citan solo los criterios de la cuestión comercial y del negocio de las empresas privadas. Ahora lo que ha irrumpido es el hecho de la disminución de recursos públicos que - ¡oh!, sorpresa- obtiene como respuesta una mejora de resultados. Sí, señores, este sí que es un argumento puñetero de narices. Las administraciones van reduciendo anualmente los presupuestos de promoción turística (ahora no alcanzan ni a la mitad de los recursos que dedicaban hace unos 4 años) y la afluencia de visitantes aumenta. Lo que demuestra, dicen, que no existe una relación directa entre la promoción que se realiza con los presupuestos públicos y el resultado que se obtiene. Más bien al contrario, parece que se produce una reacción inversa: cuanto menos se hace mejor nos va. De ahí que, siguiendo esta proyección, no sería de extrañar que nos condujeran a la ladina conclusión de que si se redujera a cero la intervención de la administración la afluencia de turistas crecería hasta el infinito.

Que lo estoy exagerando; pues, sí. Pero lo hago a conciencia para que sirva de revulsivo. A veces te vas dejando llevar por las apariencias o por maniqueísmos y puedes salir por donde nunca hubieras creído que podrías hacerlo. Las apariencias engañan y una buena sacudida es la manera de despejar el panorama. Que el turismo no puede dejar de ser un negocio, es cierto, pero también hay que reconocer que no es solo eso. El turismo es una actividad económica, social y cultural que, por si se nos olvida, está ya enraizada en nuestra sociedad y demuestra, incluso en los momentos de dificultad para todos los sectores, su capacidad de resistencia. Y por si esto fuera poco es, además, insustituible para nosotros.

Así que, puede que casuales espejismos obnubilen nuestra percepción, pero nada mejor que hacer un repaso de lo que el turismo significa para esclarecer la realidad. Y, créanme, después de haberlo hecho, se me han despejado toda clase de dudas. Por lo que, me agarro a mis antiguas creencias y no, no pienso reconvertirme. Me reafirmo en mi apreciación de que el turismo es de tanta trascendencia que no puede ser dejado exclusivamente en manos de la administración ni en las de la empresa privada. La implicación de ambos sectores, el compromiso de todos se necesita para llevarlo hacia el futuro.

Y, gracias, no necesito caerme de ningún caballo.

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