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Paradas malparadas

He perdido la cuenta de la cantidad de tiempo que llevamos ya pendientes de las cifras del paro, inadmisiblemente escandalosas. Seguro que han escuchado ya muchas veces que es mayor el número de mujeres que de hombres en paro y que éstas corren mayor riesgo de sufrir esta situación a causa de su maternidad. Son datos fácilmente comprobables que pueden contrastar en numerosas fuentes. Lógicamente, todo el mundo piensa en las dificultades materiales que la ausencia de ingresos provoca pero ¿piensan en las consecuencias psicológicas, en el coste emocional que acarrea esta situación? ¿Creen que son iguales en mujeres y hombres? Imaginaba que no y, tras hablar con muchas personas paradas de larga duración, lo confirmo: mujeres y hombres no viven de la misma forma la falta de empleo. Trataré de explicarlo.

En la manifestación del 1 de mayo la Plataforma Feminista de Alicante portaba una pancarta en la que se leía, en referencia a las mujeres: «Queremos empleo, trabajo ya tenemos». Mucha gente no lo entendía pero, lógicamente, nos referíamos al trabajo doméstico que, como es sabido, todavía recae mayoritariamente en las mujeres. Ser ama de casa (¿recuerdan aquello de «profesión: sus labores» que aparecía en el DNI?) ya no es el destino generalizado para nosotras, al menos desde los años sesenta. Aunque el rol de cuidado y la adscripción al espacio privado todavía sigue formando parte del mandato de género que se impone a las mujeres, cada vez está más debilitado y redefinido, pues nos educamos y formamos para poder tener un empleo o profesión que nos procure la independencia económica pero también personal. Cuando se nos expulsa del mercado laboral y, además, por un larguísimo periodo, ese antiguo mandato de género vuelve a ganar el terreno que duramente le habíamos conquistado. Y no saben el malestar emocional que eso provoca. En los hombres, en cambio, este malestar procede, precisamente, de incumplir el mandato de género que les otorga el papel de proveedores económicos. No son iguales las consecuencias porque no es igual la opresión que estas normatividades generizadas ejercen sobre unas y otros. Un hombre en paro no se siente culpable por no hacer las tareas domésticas: nunca tuvo la «obligación natural» de hacerlas. Una mujer en paro difícilmente puede evitar ese sentimiento si no las hace incluso con mayor dedicación y esmero que cuando todavía estaba en el mercado laboral: si antes se sentía culpable por no llegar a todo, ahora la culpabilidad es mayor si deja de hacer algo de lo que comporta esa «obligación natural». Las paradas salen bastante malparadas. Y es que ser la reina de la lavadora no seduce nada. Como dice una amiga: contentas no estamos, pero en casa no nos quedamos.

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