Quieren legislarnos. Cada uno de los gobiernos que pasan por este país arde en deseos de dejar su impronta a golpe de leyes, aun siendo conscientes de que el recuerdo será efímero. No niego que pueda ser ésta una de sus funciones, aunque más bien corresponde a quienes calientan el sillón en la Carrera de San Jerónimo, que para algo se les denomina Poder Legislativo. Personalmente creo que los gobiernos harían mejor en gestionar con mayor atino, dando salida a los problemas del día a día y promoviendo cambios estructurales a medio plazo. Pero les gusta redactar normas, supongo que esperando que la sociedad se organice y regule a fuerza de sanciones. Vaya, por narices. Parece que pretenden recobrar las buenas costumbres a fuerza de legislar. Una medida un tanto corta de miras y poco sólida, si pretendemos dar un giro radical a la convivencia ciudadana -bastante deteriorada, por cierto- y perpetuar la mejoría.

Tengo la costumbre de leer la versión digital del diario Granma, ya saben, el órgano oficial del Partido Comunista cubano. No lo hago por afinidad alguna con el decadente marxismo-leninismo que impera por allí sino, simplemente, para reírme un rato con la esmerada manipulación mediática que practica la dictadura más longeva del planeta. En esta ocasión no es cuestión de risa, sino la manifestación evidente de que la pérdida de normas sociales es común a todas las ideologías políticas. Lean el memorable discurso de Raúl Castro, con el que ilustró a su pueblo el 7 de julio de este año, en el que se quejaba de la pérdida de los valores morales en Cuba. Harto de una realidad que parece muy preocupante a tenor de cómo la describe, el dictador reclama un «clima permanente de orden, disciplina y exigencia». La descripción que hace de la situación, justifica esta exigencia. Y, por otra parte, no dista mucho de parecerse a la que vivimos en esta orilla del charco, excepción hecha de que allí «prolifera impunemente la cría de cerdos en medio de las ciudades» (sic), circunstancia que no es muy común por estas tierras. Por lo demás, las mismas miserias fruto de la pérdida de valores morales y del mínimo respeto a las normas de convivencia.

Por aquí hemos ido algo más allá de los discursos grandilocuentes y ya tenemos a la vista la nueva Ley de Seguridad Ciudadana. Una ley que sancionará todo aquello que no sea delito, que hasta jugar a la pelota en la calle vuelve a estar multado en este país. Eso sí, lo serio sigue gozando de impunidad y así nos va.

Aunque no sea novedad, es cierto que la sociedad no dispone ya de esas normas tácitas que históricamente han permitido regular su funcionamiento. Tal vez sea más propio hablar del incumplimiento de las normas, porque éstas realmente sí existen aunque nos las pasemos por el forro. Se trata de esa «anomia» a la que hacen referencia los sociólogos clásicos, como Emile Durkheim o Robert Merton. La falta de respeto a estas reglas acaba favoreciendo que prioricemos hasta el extremo nuestros propios intereses, llegando a un egoísmo desmedido. De ser animales sociales, acabamos comportándonos de manera casi esquizoide, manteniendo un mínimo contacto con cuanto nos rodea. Sólo nos importa lo que nos afecta directamente y toda norma es susceptible de no ser respetada si va contra nuestro interés particular. Siempre encontraremos una justificación que tranquilice nuestra conciencia. De este modo, la sociedad pierde sus reglas de juego y es incapaz de integrar a los individuos que debieran ser parte de ella.

Tiro de hemeroteca y encuentro un artículo escrito hace cuatro años por el politólogo argentino Eduardo Fidanza. «Decálogo de la anomia argentina» se titula la columna. Se centra en la anomia que producen las clases dirigentes y de la que es víctima el resto de la sociedad. Aquí radica el origen del mal y difícil será encontrar soluciones si no empezamos por erradicarlo. No es cuestión de exponer el decálogo en toda su extensión, pero sí de destacar algunos de los principales factores que favorecen esta anomia que se genera desde el poder. En primer lugar menciona la habitual tendencia de los partidos políticos a descalificarse mutuamente, convirtiendo en una batalla sin cuartel lo que debiera ser un debate de ideas. Esta deslegitimación del rival político conduce al ejercicio del poder sin el reconocimiento de la autoridad, a la consabida «potestas sine auctoritas» que conduce inexorablemente al autoritarismo. Los partidos políticos, por otra parte, sufren un proceso de pérdida de identidad, desnaturalizándose en relación a su ideología primaria. Llega un momento en que es difícil distinguir dónde está la izquierda y dónde la derecha, más aún en el contexto de una obligada economía neoliberal marcada por otras instituciones internacionales cuando no, directamente, por otros países como la sempiterna Alemania.

Los gobiernos en Argentina -al igual que en España- se han caracterizado también por un comportamiento autista, ajeno a las necesidades reales de la población. Este alejamiento de la sociedad se complementa con una acción cortoplacista dirigida a la captación del voto inmediato, a riesgo de imposibilitar los cambios estructurales que precisa una sociedad dinámica y en cambio constante. Como resultado de esta acción de (des)gobierno, las desigualdades sociales han ido aumentando, en vez de disminuir la inequidad. Y, por otra parte, el Estado ha ido abandonando su obligado papel como proveedor de prestaciones que cubran las necesidades básicas del ciudadano. Si conjugamos todos estos factores -más algunos otros de menor calado, concluimos con la visión de anomia que defendía Merton: la falta de disponibilidad de medios para alcanzar las metas socialmente deseables. En otros términos, si nos niegan el modo legal de ganar el pan, recurrimos a robarlo; si nos consideramos tratados injustamente, nos tomamos la justicia por la mano. Todo vale en un Estado anómico.

Como ya apuntaba Durkheim, la solución a la anomia se centra en construir una moral pública, dirigida a recuperar esas normas que debieran regular la vida en sociedad. No se trata de aprobar leyes que lo prohíban todo, sino de recobrar la moral perdida. Y, para conseguirlo, bien podríamos actuar en el doble sentido que aconseja la lógica. Por una parte, desde arriba, instaurando una nueva moral en las clases dirigentes (política y social) que evite la generación de la anomia desde el poder. Por otra, desde abajo, con una educación en la que no sólo se prioricen los contenidos que defiende Wert sino también los que excluye en su propuesta, porque antes de adquirir conocimientos es preciso aprender a ser humano. Y de eso parecen olvidarse.