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Educación, siglo XIX

Recordémoslo una vez: sin consenso en educación no hay futuro. Repitámoslo de nuevo, hasta el cansancio, mientras el ministro Wert avanza estoicamente otra estación en su viacrucis particular hasta su autoinmolación; aquí no vamos a asistir a una crucifixión. La mayoría del PP en el Congreso sirve para eso; para oponer resistencia numantina a cualquier tipo de iniciativa que se plantee por parte de la oposición. Hemos visto cómo la reencarnación de este particular sansebastián ha repelido hasta la fecha todas las saetas que se le han arrojado desde los escenarios más heterogéneos. Y claro, dos años de actitud provocadora producen cansancio en él -observen su rostro lacerado- y también agotamiento en la ciudadanía que ha aguantado como ha podido los recortes de su ministerio que se traducen en menos dinero para los campus, matrículas más elevadas, menos becas, menos profesores, más alumnos por aula, menos atención a la diversidad, y el broche final de atreverse a recortar las becas-limosna Erasmus empezado el curso, con el consiguiente tirón de orejas de la UE. Cúidele bien, señor Rajoy; déle un buen puesto en la lista de la carrera europea, pero no nos obligue a beber por más tiempo el cáliz de la provocación permanente de este toro bravo que hasta hace unos días decía estar en la selva y sin machete. El salvaje de la selva siempre es el otro. Al fin ya al cabo ustedes ya han conseguido lo que perseguían.

Siete leyes de Educación desde la instauración de la democracia, son «un desficaci», son «un desgavell». Imposible poder desarrollarlas adecuadamente. Y la que se acaba de aprobar no lleva camino de ser una excepción. Mal asunto cuando un tema de tal importancia depende de los partidos políticos. Mal asunto cuando la educación finalmente queda reducida a una cuestión partidista. Mal asunto cuando un tema de esta importancia, en vez de unirnos, nos desune.

La situación actual se asemeja bastante a la del siglo XIX, con 18 o 19 constituciones o cartas otorgadas, no recuerdo exactamente. Entonces, cada partido gobernante derogaba la constitución anterior e imponía su propio dictado. Así de fácil y sencillo. La cosa no ha variado mucho con el paso de la Segunda República, la Guerra Civil y luego el franquismo. Parecía que, en democracia, el sentido común iba a imperar y a dictar que los asuntos importantes de Estado se deben acordar por consenso, pero nosotros continuamos siendo diferentes; continuamos en el siglo XIX. Y la capacidad de ceder la entendemos como una virtud que el otro ha de poner en práctica, pero nunca uno mismo. Consenso y pacto, por tanto, continúan como conceptos inexistentes en los diccionarios de los políticos en pleno siglo XXI.

Una ley pactada y consensuada de educación en estos momentos continúa siendo una quimera. Increíble si esta predicción se hubiera hecho tras la muerte de Franco. No resulta nada extraño, así pues, que el dicho «de padres fascistas salieron hijos comunistas y socialistas» continúe plenamente vigente. O quizás fuera al revés. Poco importa a estas alturas, dado que en el momento presente, y como resultado de tanta corrupción política, el ciudadano medio esté de la clase política y de todo lo que tratan en el Parlamento hasta los cataplines. Atentos, si no, a la cosecha de la participación ciudadana en las próximas elecciones, ya que la siembra de estos últimos años ha sido excepcional.

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