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Bartolomé Pérez Gálvez

Doctores y plagiadores

No entiendo el desmesurado afán que algunos políticos tienen por ser doctores. Parece ser cuestión de reconocimiento de cierto prestigio social porque, al fin y al cabo, no es algo que esté al alcance de todo el mundo. Me refiero, obviamente, a ese título de doctor que representa el máximo grado universitario que puede alcanzarse, no a la incorrecta similitud que hacemos con los profesionales de la Medicina. En otros términos, a eso que los anglosajones denominan «Doctor of Philosophy» o PhD, y que obtienen cerca de 9.000 universitarios españoles cada año, poco más del 10% de quienes inician el largo camino de un doctorado. Un grado que convierte al aspirante en científico de pleno derecho y que, como bien define el profesor Fernando Valladares, no solo capacita para realizar investigación sino también para supervisar a los futuros doctorandos. Nada baladí, se lo aseguro.

El problema no radica en el legítimo interés que pueda tener alguien por obtener el grado de doctor, sino en los medios utilizados para ello. Las prisas son malas consejeras y, en tareas de esta envergadura, el plagio acaba siendo un recurso fácil para alcanzar el objetivo con el menor esfuerzo posible. Aún siendo una práctica relativamente limitada, en algunos países -y España no es la excepción- existen departamentos universitarios que se han convertido en auténticas fábricas de tesis en serie, incluso concediendo la autoría a doctorandos que no han participado en su elaboración. Umberto Eco, al que muchos hemos tenido como referente en nuestro camino hacia el doctorado, recordaba que, para que una investigación pueda ser considerada como científica, debe aportar conocimientos que no hayan sido comunicados anteriormente. Es evidente que plagiar una tesis, o repetir la misma información que ya se ha dado a conocer en trabajos anteriores, son comportamientos que incumplen este principio de originalidad que, por otra parte, define legalmente a una tesis doctoral.

El plagio -cuando no el regalo- de tesis doctorales se ha llevado por delante la carrera política de más de uno. En Alemania han dimitido ministros de carteras tan emblemáticas como Educación o Defensa, afectando incluso al presidente del Bundestag, Norbert Lammert, aunque éste aún mantenga su cargo. En el Parlamento Europeo tuvo que cesar -en 2011 y por el mismo motivo- su vicepresidenta, Silvana Koch-Mehrin. Y hasta presidentes de gobiernos nacionales, como el húngaro Pál Schmitt, han seguido los mismos derroteros. Pero «Spain is different» y, en esto del plagio, también. Da la impresión de que este robo de la propiedad intelectual es tratado, en nuestro país, como una simple travesura infantil. Y todo a pesar de que, dependiendo de la concurrencia de distintos factores, el plagio puede acabar siendo considerado como un delito castigado con penas de prisión.

Esta semana hemos conocido que el ex-conseller de Sanidad y portavoz del grupo parlamentario popular en las Cortes Generales hasta el pasado mes de agosto, Manuel Cervera, ha reconocido haber plagiado el 40% de su tesis doctoral, defendida mientras era alto cargo del gobierno de Francisco Camps. Como ejemplo comparativo, la dimitida ministra de Educación alemana «sólo» plagió un 29% y acabó siendo repudiada. Según reconoce el propio Cervera, 84 páginas son calcadas a las escritas, diez años antes, por otro médico doctorado en la Universidad Complutense en 1997. En su defensa, argumenta que corresponde a la introducción, parte de la tesis que él considera poco importante. Podemos disculpar el plagio inocente como resultado del descuido, de la cita olvidada. Pero copiar el 40% de una tesis, no incluir referencia alguna al autor original, y excusarse quitando importancia a una parte tan sustancial e importante de una investigación como es aquella que expone «el estado del arte» de la cuestión investigada, no parece un comportamiento digno de justificación alguna.

Hay que reconocer que el caso tiene un tufo a vendetta que apesta. Las declaraciones del director de las dos tesis implicadas (original y plagio), el catedrático José Luis Menezo, obligan a pensar en este sentido. En declaraciones a Levante-EMV, el prestigioso oftalmólogo valenciano reconoce que era consciente de que se trataba de un plagio pero que «se guardó el comodín» ¿Para qué? Algo esperaría y no parece que acabara siendo correspondido como esperaba. «Tuviste siete años de mando en la Conselleria, te ayudé a ir a Castellón y todavía estoy esperando que me digas: jefe, ¿necesita algo?», le espetaba a su antiguo doctorando en una entrevista. Y, de colofón, una frase lapidaria: «Lo que no se puede hacer es recoger sin sembrar; venir a recoger por ser vos quien sois». Parece evidente que alguien ha difundido, de forma claramente interesada, la información que echa por tierra el reconocimiento científico de Cervera. Pero no por ello es motivo de disculpa para quien, entre otras funciones, llegó a ser el máximo responsable de la investigación sanitaria en la Comunidad Valenciana durante dos legislaturas.

Al margen de plagios evidentes, llama la atención que un político, con responsabilidades de gestión, disponga del tiempo necesario para volcarse en una investigación de la magnitud que cabe esperar de una tesis doctoral. El gestor público está obligado a mantener una dedicación plena a su cargo y, sin embargo, casos como el de Cervera o el del propio Camps -autor de una extensa tesis de 700 páginas- hacen dudar del cumplimiento de una u otra actividad. Con más juventud y disposición, pude dedicarme a ambas tareas -primero la tesis, luego la política- y les aseguro que me hubiera sido imposible compaginarlas sin abandonar, cuando menos en parte, alguna de las dos. Sinceramente creo que, o bien se incumplen las funciones propias del cargo o esas tesis doctorales aparecen, en el mejor de los casos, por generación espontánea.

Si el plagio es censurable y su ocultación no lo es menos, la pasividad de quienes deben reparar el fraude cometido también es un hecho reprobable. La Universidad de Valencia afirma no tener medios para actuar, postura bien distinta a la adoptada por otras universidades ante casos similares. Ni de oficio van a intervenir, a pesar de los indicios de que algo grave ha ocurrido. Una curiosa manera de defender a los científicos que viven ajenos a estas triquiñuelas. Luego llorarán por las necesidades de la investigación pero, ahora, mejor callar.

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