Es cierto que debemos reformar de manera radical, esto es, desde las raíces, la universidad española. Es cierto también que no quedamos bien clasificados según los criterios hegemonizados por las clasificaciones internacionales ni, probablemente, según ningún otro tipo de criterio que pudiéramos encontrar. Es cierto también que el nepotismo en la universidad ha lastrado durante muchos decenios la formación de plantillas universitarias competitivas, al igual que ocurre en otras tantas esferas del tejido productivo español con mucho más presupuesto que la universidad, como por ejemplo Bankia, Invercaria o incluso en la empresa familiar. Es cierto también que la multiplicación de centros universitarios no se ha realizado, precisamente, con demasiada sensatez y que podríamos aprovechar mejor los recursos financieros y de infraestructuras de las que disponemos ahora. Todo esto es cierto pero, y quisiera que se me entendiese bien: ¡es lo que hay! Este es el punto irrenunciable del que partimos porque la tabla rasa no puede ser una opción.

El reto es reformar la universidad española de manera progresiva pero no agresiva, porque un centro de investigación y/o de educación superior no es un bar que al poco de abrir está sirviendo un café excelente (y digo esto con todo mi respeto y admiración por el sector de la hostelería y el turismo al que le dedico tantas horas de estudio). Para una reforma radical hace falta más presupuesto del que actualmente tenemos (según la CRUE España destina a la I+D+i casi un punto menos que la media de la OCDE) y, muy importante, un compromiso político por la enseñanza pública que sea constante en el tiempo: la educación y la investigación no admiten altibajos. Aunque sobre todo es imprescindible un consenso social y político que defienda una verdadera autonomía universitaria alejada de la mediocridad que lastra la partitocracia que asola España.

El problema que debemos enfrentar no es el nepotismo de los departamentos como causa de todos los males, y que es el socorrido recurso de los que pretenden acabar con la enseñanza pública subrayando solo sus debilidades. Si la carrera y remuneración de los gestores universitarios dependiesen de los resultados académicos de la institución que dirigen, es bastante probable que estos vicios de origen se corrigiesen pronto. Lo que de verdad debemos abordar es la precariedad de una financiación que, curiosamente, nunca aparece como criterio en ninguna de esas calificaciones internacionales. Simultáneamente, también debemos abordar algo que nunca se menciona cuando se piensa en la reforma universitaria y que hoy se me presenta como un obstáculo casi insalvable: la existencia de unas estructuras de partidos con la suficiente altura de miras como para comprometerse con una reforma de este calado sin imponer sus principios ideológicos, ni a sus comisarios políticos al frente de los centros universitarios.

La reforma de la universidad es muy necesaria sí; ciertamente. Pero para acometerla son necesarias dos condiciones mínimas. Por un lado, la ciudadanía debe aceptar que no se puede investigar ni tener una buena enseñanza superior a coste cero, entre otras porque la estabilidad laboral del personal y financiera de los fondos de investigación son fun-da-men-ta-les para asegurar un mínimo de competitividad. Por otro, el personal docente e investigador debe asumir que su trabajo -como el de cualquier otro contribuyente„debe ser evaluado y estar sujeto a un régimen de responsabilidades.

Sin embargo, para lograr estas dos es necesaria una condición anterior que resulta ineludible: los administradores de la cosa pública deben asumir que la universidad no puede convertirse en una arena de confrontación partidista y, aunque a alguien pueda sonarle a rancio, estos mismos administradores de la res pública deben garantizar que la libertad de cátedra siga siendo un derecho inalienable. Una universidad despolitizada no es una universidad sino un yermo, porque una universidad en la que no fluya el pensamiento crítico o el diálogo por temor a represalias, difícilmente puede producir algo que merezca la pena. Desgraciadamente, la línea ideológica que deja entrever la reforma que se avecina, unida a los varios ejemplos de limpieza ideológica que ya acumula este gobierno y al tradicional cainismo mostrado por los tirios y los troyanos ibéricos, no parecen la mejor garantía de tranquilidad para los muchos que así pensamos. Este es mi mayor temor; este debe ser nuestro mayor temor.