Desde el preciso instante en que se ha conocido la muerte de Rosalía Mera, la izquierda fanática (que también la hay) se ha dedicado a cargar contra ella. Y no puedo estar de acuerdo. La razón de la discrepancia con mis «compañeros» no tiene nada que ver con el respeto a los fallecidos, que es algo de lo que carezco (al que fue terrible en vida, no veo por qué hay que respetarlo una vez muerto), sino porque prácticamente el único argumento esgrimido consiste en recordar que era la mujer más rica de España, y además empresaria.

La izquierda tiene enemigos bastante más importantes en quienes fijarse. Dejando aparte otros datos de su biografía, la señora Mera afirmó en mayo ante los medios de comunicación que con los recortes «nos estamos haciendo un flaquísimo favor». Además, opinó que habría que «pedir responsabilidades a quienes han gestionado los dineros y los impuestos de todos», y que «lo que no se puede es ir a la parte más fácil y recortar por abajo». También dijo: «Reivindico la escuela pública (€), es la plataforma de igualdad de oportunidades». Por si fuera poco, se posicionó en contra de la reforma de la ley del aborto: «Que dejen la ley como está, que está muy bien». Y dos años antes, en los mismos orígenes del 15M, había expresado su identificación con el movimiento.

Por supuesto que habrá cometido errores, pero declaraciones como las de esta señora son importantísimas, porque para los reaccionarios de la trinchera de enfrente no es fácil desacreditarlas. Se ven desarmados, impotentes al no poder acudir al manido argumento de las subvenciones con el que atacan a sindicatos y actores, olvidando que el mayor derroche de dinero público va a parar a los partidos políticos y a la Iglesia. Que alguien que tiene la vida resuelta alerte de las injustas medidas de nuestro Gobierno, les descoloca. Gente como ella es muy necesaria para los objetivos de la izquierda, tanto o más que Anatolio, el chico que sacó la nota más alta en selectividad, o los 12 (la élite de la élite) que mostraron su desacuerdo con el ministro Wert al recoger su galardón en los Premios Fin de Carrera. Cuando abogan por la redistribución de la riqueza personas con pocos o nulos recursos, puede dar la impresión (y en muchos casos será verdad) de que si estuvieran en mejor posición actuarían de manera diferente. No obstante, si el que lo pide ya está en la cima ese argumento se derrumba, rodando por la colina hasta caer a los pies de los conservadores.

Me parece que algunos no tienen claro su objetivo, o les puede el resentimiento y la envidia. Y a ellos voy a decirles algo: esto sólo se arreglará cuando un número suficiente de los de arriba se ponga de parte de los de abajo. La esclavitud no se habría terminado de no haber existido abolicionistas entre los dueños de esclavos. Sólo conseguiremos un Estado más justo si aquellos que no necesitan que cambie nada, o digo incluso más, si quienes teóricamente salen beneficiados de las reformas y recortes, se ponen de parte del débil. Como empresario y egoístamente, sería lógico que mirara con buenos ojos muchas de las reformas del Gobierno, y aun así me opuse y me opongo a ellas; a pesar de disponer de seguro médico estoy en contra de la privatización de la sanidad; y aunque mis hijos podrían tener acceso a la educación privada, soy un acérrimo defensor de la pública. Y hay unos cuantos que actúan de esa forma. Pero parece que a ciertos fanáticos como los que ahora atacan a Rosalía Mera les ocurre igual que a la abuela de Nabokov, según escribe este en sus memorias: «Lo que más le costaba comprender era que mi padre, que (€) apreciaba plenamente todos los placeres de la riqueza, pudiese jugarse su disfrute (€), contribuyendo de este modo a provocar una revolución».

Maldecir por sistema a todos los empresarios o a cualquier persona adinerada es propio de cerriles, el triste reflejo de quienes propagan interesadamente el bulo de que los sindicatos son unas organizaciones innecesarias copadas por una panda de gandules.

Para ver algún día la luz del sol, antes hay que sacar la cabeza de las trincheras.