A vueltas con el botellón y, una vez más, sin encontrar soluciones. Es lo que ocurre cuando se responde con la técnica del avestruz. Ya saben, metiendo la cabeza bajo tierra. Desde el Ayuntamiento muestran un triunfalismo que debe confrontarse con la realidad de centenares de jóvenes bebiendo desmesuradamente todos los viernes y sábado, cuanto menos. Se muestran orgullosos de imponer más de cien multas por semana, como si esto fuera la panacea. «Nos dicen que vengamos aquí, donde no nos ponen problemas», comentan los chavales. La cuestión acaba siendo ésta: no tocar los mismísimos a los vecinos y no enturbiar la paz colectiva, que de la salud deberá cuidarse cada uno. Mientras tanto, Alicante alcanza protagonismo en la Wikipedia anglosajona, apareciendo como ejemplo mundial de solución al problema del «big bottle». Aquella insensatez del botellódromo portuario, propuesta en primavera del 2010, se presenta como la salvación en la madre de todas las enciclopedias. Medida inútil en términos de salud aunque, como medio de (des)promoción de la ciudad, no tiene precio.

Se nos intenta convencer de que el botellón es un acto cuasi cultural, dirigido a favorecer la socialización de los jóvenes. Nos lo venden como una suerte de terapia enfocada a solventar la introversión, a modo de entrenamiento en habilidades sociales. Manda huevos que tengamos que tragarnos majaderías de semejante calibre. No niego que el alcohol favorezca las relaciones sociales gracias a su efecto desinhibidor, pero esto es sólo la cara de la moneda. También existe una cruz y dudo que el balance entre daño y beneficio se incline en favor de éste último. Menos perjudicial -y, posiblemente, incluso más divertido- podría ser lanzar huevos al Ayuntamiento de Alicante como medio de socializarnos y compartir experiencias. Y, a buen seguro, aportaría el valor añadido de disminuir la tensión social ¿Es una idiotez? Puede ser, pero no más que la permisividad municipal hacia el botellón.

A la vista de los datos más recientes, decidan ustedes si el problema es suficientemente grave. El 72% de los jóvenes valencianos, de entre 14 y 18 años, realizan botellón habitualmente. Dudo que la salud de los adolescentes pueda verse afectada por otro factor de riesgo con tasas de prevalencia tan elevadas. Hay motivos para prever un agravamiento a corto plazo. Por una parte, cada vez se inicia la participación en botellones a edades más tempranas, apenas superando los 15 años, mucho antes de cumplir esos 18 años que la ley marca como edad mínima de consumo de alcohol. En otros términos, alguien está entregando alcohol a menores -a muchos menores- con el beneplácito de quienes debieran velar por el cumplimiento de la ley. Por otra, una radicalización en el consumo, de tal modo que la tasa de alcoholemia media se sitúa en 1.5 gramos -cantidad que triplica la máxima permitida para conducir-, según apuntan las investigaciones más recientes realizadas en nuestra Comunidad. La conjunción de ambos datos diseña un escenario desolador: precoces en iniciar el consumo y con rápida evolución hacia el abuso. Chungo panorama.

Hay que ser muy inocente para seguir defendiendo que, en un botellón, son mayoría quienes no abusan del alcohol ni consumen otros tipos de sustancias. Ocho de cada diez adolescentes que participan en botellones beben alcohol, con un consumo medio de más de cinco copas y evidenciando la asociación entre esta práctica «socializadora» y el consumo abusivo de bebidas alcohólicas. No se trata, por tanto, de una práctica inocua sino claramente favorecedora de un patrón de consumo de alto riesgo. En consecuencia, no es extraño que cerca del 40% de los escolares con edades entre 14 y 18 años se hayan embriagado en el último mes o que dos terceras partes de quienes beben alcohol, a esas edades, sean capaces de meterse entre pecho y espalda la friolera de cinco o más copas en apenas dos horas ¿Serían ustedes capaces de hacer esto semana sí y semana también? Es evidente que no se trata de un consumo moderado sino de una alcoholización masiva. Somos excesivamente mojigatos a la hora de poner freno a estas situaciones.

Debemos exigir mayor responsabilidad a la hora de aplicar la ley. Las medidas son eficaces pero necesitan un apoyo político del que carecen -ojo, solo se trata de cumplir las leyes, nada más- y alcanzar una concienciación social que facilite su aplicación. El botellón afecta a la convivencia vecinal, cierto, pero aún más a la salud de quienes participan en este acto. El primer problema se solventa con ese «acompañamiento» policial a lugares menos molestos. Una estrategia que ciega a los policías ante la evidencia del consumo por parte de menores y les obliga a ser colaboradores necesarios del incumplimiento de la ley. Si se permite el consumo en vía pública -como así se aprecia ante cualquier botellón- es evidente que se está colaborando en la inobservancia de la ley, bien por acción, bien por omisión.

Sin embargo, el aspecto más importante es la prevención del abuso de alcohol entre los adolescentes, algo que no parece ser prioritario si nos atenemos a las actuaciones desarrolladas. Nos encontramos ante un cambio radical en el modo de gestionar y disfrutar el ocio, un cambio que exige de un mayor compromiso por parte de las corporaciones locales. Sólo con multas no se previene el problema, sino disminuyendo la presión social de consumo y desarrollando políticas de actuación que provean alternativas reales a un ocio basado en el consumo de alcohol. Disponemos de dos vías de actuación y, lamentablemente, se ha optado por la menos ambiciosa. Ofrecer alternativas al botellón debería ser la actuación nuclear, tratándose de una estrategia de eficacia contrastada aunque precise de un arduo trabajo de planificación y no pocos medios. Por el contrario, es preciso evitar el conformismo y limitar las aspiraciones a la simple reducción de los daños asociados al abuso de alcohol.

Acorralando los botellones se pretende disminuir el número de peleas u ofertar una atención más inmediata ante un coma etílico -¿hay un SAMU en cada botellón?-, pero la realidad es bien distinta y el problema de salud sigue creciendo. Nos hemos instalado en las políticas de reducción del daño, renunciando a objetivos más ambiciosos. Lo importante ahora es asegurar borracheras en un ambiente «controlado»; lo de menos, evitar el abuso de alcohol entre los adolescentes.

Este tipo de políticas públicas, como cualquier otra, no se planifican desde un despacho ni bajo el criterio de políticos insensatos, sino mediante el análisis riguroso por parte de expertos. Como bien decía Groucho, la política se caracteriza por buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar los remedios equivocados. A veces se agradece que piensen otros.