La frase «tiene más peligro que un mono con una ametralladora» se ha consolidado en el argot popular como una metáfora multiusos, que sirve para explicar las innumerables complicaciones que puede provocar un sujeto con pocas luces armado con un material de alto riesgo, cuyo manejo le es totalmente desconocido. La imagen de un simio enfurecido, apretando el gatillo de un kalashnikov en medio de una multitud horrorizada por la lluvia de balas, es un resumen caricaturesco de lo que puede pasar cuando alguien le da a otro alguien un instrumento o una responsabilidad que excede ampliamente a sus capacidades intelectuales y a sus habilidades técnicas.

La vergonzante sucesión de exabruptos, insultos a la inteligencia y aberraciones dialécticas con la que algunos ilustres componentes de nuestra clase política salpican periódicamente las redes sociales es un perfecto ejemplo de lo que puede pasar cuando esta analogía simiesca se aplica en los pantanosos territorios del debate público. Por un lado, tenemos a unos políticos a los que esto de las nuevas tecnologías les ha pillado talluditos y con unas limitaciones insalvables para adaptarse a este nuevo concepto de las comunicaciones humanas. Por el otro, tenemos a los finos estrategas de las salas de máquinas de los partidos, que han llegado a la conclusión de que internet es el arma política del futuro y que obligan a sus cuadros directivos a meterse, sin la preparación adecuada, en el inexplorado mundo de Facebook o Twitter, al considerar que estos dos canales son una nueva piedra filosofal, que les permitirá mostrar su lado más humano y llegar a su electorado sin intermediarios que desvirtúen su mensaje. El resultado de esta mezcla imposible es una legión de diputados, concejales, alcaldes y subsecretarios armada con un completo arsenal de ordenadores, tablets y smartphones; una legión de tecleadores compulsivos, que se levanta cada mañana con el sacrosanto deber de dar su opinión sobre cualquier asunto de actualidad de la manera más rápida posible y con un léxico chispeante y sencillo, que sea capaz de atraer a miles de seguidores.

Los desastrosos resultados de esta situación pueden verse en las páginas de los periódicos con una alarmante periodicidad. Sin ir más lejos, en los últimos días dos destacados políticos del PP (entre ellos el alcalde de una localidad de la provincia) no han dudado en adornar sus cuentas con rancios calificativos del estilo de «catalanes de mierda», que creíamos olvidados tras la jubilación del último sargento chusquero; palabras de grueso calibre para expresar su patriótico cabreo ante el enésimo abucheo contra el himno de España en el transcurso de un acto deportivo celebrado en Barcelona. La crónica reciente está llena de este tipo de piezas literarias: desde la ocurrente ministra de Trabajo que califica la emigración juvenil como movilidad exterior, al concejal de IU que subraya los encantos de María Dolores de Cospedal afirmando que «no es malota sexualmente», pasando por el edil gallego que asegura que las pasa canutas con un sueldo de 5.100 euros al mes o por la dirigente socialista Elena Valenciano, que anuncia al mundo su conmoción ante la desbordante fealdad del futbolista francés Frank Ribéry. La fuerza de esta nueva variedad de meteduras de pata es tal, que puede convertir en estrella mediática a cualquier segundón, que de otra forma estaría condenado al más gris de los anonimatos. Ahí está, el inclasificable Toni Cantó, transfigurado en una especie de «Manolo el del Bombo» de la política nacional a base de incendiar el ciberespacio con un flujo incesante de barbaridades de juzgado de guardia, que a cualquier persona normal la habrían llevado derechita por el camino de la dimisión y que a él lo han conducido hasta el Olimpo de la fama.

Aunque a veces resulte doloroso comprobar de una forma tan sangrante el nivelazo de nuestros padres de la patria, hay que defender con uñas y dientes la continuidad de esta insólita vía de comunicación, ya que con ella se ha abierto un nuevo terreno de juego para las relaciones entre la política y la calle. La inmediatez de las redes sociales y la incontinencia de los políticos han hecho posible un fenómeno absolutamente inédito: por primera vez en la historia, los ciudadanos pueden ver a sus representantes democráticos en estado puro, expresándose sin ningún tipo de filtro y sin tener que someterse a las engorrosas ataduras de lo políticamente correcto. Sobran los discursos, los parlamentos ensayados y los edulcorados lemas electorales; las redes sociales nos han transportado directamente al reino del «aquí te cojo, aquí te mato» dialéctico y gracias a este bendito invento, podemos enterarnos en cuestión de segundos de que aquel concejal, que parecía tan modosito y tan dialogante, es un auténtico cabestro, capaz de mentarle la madre a cualquier tipo que ose discutir o criticar alguna de sus decisiones.