Una sociedad incapaz de garantizar conductas responsables, al menos, las de quienes desempeñan un rol político, social e institucional más o menos relevante, ni de imponer la búsqueda de la verdad, al menos, en casos de cierta trascendencia, que provocan alarma social, es una sociedad enferma y abocada al fracaso. Es lo que pasa en España, sin que, al parecer, nadie quiera remediarlo. Las irresponsabilidades y demagogias, monedas de cambio en un marco de impunidad, provocan la desconfianza ciudadana mayoritaria en la política y en la justicia, dos pilares básicos para vivir con seguridad en paz y en libertad. Y no es para menos. En cada caso, al amparo de una calculada confusión entre verdad política y verdad jurídica se desvanecen principios básicos, como el de presunción de inocencia, en un etéreo clima de incoherencias demagógicas e irresponsabilidades, donde, apoyándose en una cierta indefinición de determinados conceptos (libertad de expresión, secreto sumarial, derecho a mentir del imputadoÉ), se busca intencionadamente como norma -y la mayoría de las veces se consigue- un prematuro veredicto social, condenatorio o exculpatorio, que, hibridando política y justicia, dificulta o imposibilita el esclarecimiento de las responsabilidades en que se pueda haber incurrido, tanto las políticas, como las jurídicas, al extremo de que la ciudadanía considera que ni vale la pena denunciar los presuntos casos de corrupción.

Se acaba de archivar la causa contra el exministro Blanco, que tanto dio que hablar, al margen de la previa condena social, contra él y su partido, el PSOE (del que era vicesecretario general), por las declaraciones en sede judicial de un presunto delincuente, el famoso Dorribo, apoyadas en una reunión estrambótica con él en una gasolinera, tras entregar, según él, al primo del ministro una sustancial cantidad de dinero a cambio de favores, así como en unas grabaciones poco edificantes del ministro, que indicaban un cierto trato de favor a su amigo Orozco. El anterior papel de Blanco como azote de corruptos (siempre de los ajenos, que no de los propios, es lo que hacen todos), pidiendo la dimisión de estos al primer indicio (incluso antes de ser imputados) generó un ataque despiadado contra Blanco, sobre todo, cuando, tras su imputación, no presenta su dimisión. Conseguida socialmente la condena a nivel político, jurídicamente, al final, ni se llega a celebrar juicio oral al ser archivada su causa pues, en contra de la instrucción, no hay pruebas suficientes para mantener el último de los presuntos delitos que se le imputaban, el tráfico de influencias. Dorribo no pudo documentar sus acusaciones y éstas perdieron obviamente fuerza jurídica. En cualquier país de Europa, al margen de lo penal, se hubiera producido ipso facto la dimisión del ministro nada más constatar su conducta poco ejemplarizante y de dudosa imparcialidad. Aquí, la decisión queda al libre albedrío del afectado.

Y en este degradado y diabólico ambiente se encuadran las declaraciones, ante el juez Ruz de otro presunto delincuente, Bárcenas (como en su día las de Dorribo), provocando un enorme escándalo político, que no jurídico, de ámbito nacional. El llamado "caso Bárcenas" -de índole jurídica-, que pretende aclarar la verdad sobre su inmensa fortuna y los presuntos delitos que haya cometido para conseguirla, se ha convertido por arte de magia en el "caso de los papeles de Bárcenas" -de índole política-, que pretende derribar a Rajoy como presidente del Gobierno. Al final, como en los demás casos (el "caso Campeón", por ejemplo, se convirtió en el "caso Blanco"), lo que menos importa es la reparación a la sociedad de los daños causados, averiguando los delitos cometidos e imponiendo las penas pertinentes (en este caso a Bárcenas; en el otro, a Dorribo), pues todo el interés (mediático, político y social) se concentra en el desprestigio del partido y del gobernante afectado (en este caso PP y Rajoy; en aquel, PSOE y Blanco), activando una dinámica diabólica en la que caben todos los excesos. Como en los demás casos, en plena fase de instrucción del "caso Bárcenas", en la que debe regir el principio de secreto para garantizar que no se perjudique la instrucción de la causa, las declaraciones del imputado se retransmiten casi en directo sin que nadie pague por tamaña irresponsabilidad, que nunca se investigará, mientras que unas meras diligencias, que no pruebas, se convierten, mediática y políticamente, en hechos más que probados que, en este caso, condenan a Rajoy y al PP. Las acusaciones del imputado Bárcenas de entregar dinero opaco a Rajoy, las de oferta de dinero por parte del PP a cambio de su silencio, la de amenaza de que si habla su mujer será imputada y si calla caerá Gallardón entre otras ventajas para su causa, la de recibir dinero ilícito por parte de empresarios... (todas ellas sin justificante fehaciente alguno y desmentidas por los afectados) se convierten en dogma de fe, tanto mediática, con titulares que las dan como ciertas, como política, al extremo de que, sin que ni siquiera Rajoy esté imputado, la oposición en pleno pide su dimisión (algunos se conforman con su comparecencia en el Congreso), anunciando incluso una moción de censura al Gobierno, liderada por Rubalcaba, en la que, para que no falte de nada, se deberá incluir, si quiere ser unánime, el compromiso de que su alternativa de gobierno incluya el derecho a decidir de los catalanes por exigencia de CiU que, curiosamente, no es acosada por corrupción a pesar de que la investigación de su causa, más avanzada, tiene muchos más indicios y ya hay claras imputaciones. Seguramente acosar a CiU no es políticamente correcto.

¿Quién pagará por las irresponsabilidades y demagogias del "caso Blanco"? ¿Quién, en su día, por las de "los papeles de Bárcenas"? ¿Quién por las del siguiente caso? Nadie. Como nadie pagó por los anteriores. El derecho a mentir del imputado se convierte en derecho de cualquiera a convertir en verdades sus mentiras, pues, descubiertas estas o no demostradas judicialmente como verdades (los chorizos de guante blanco no suelen dejar documentos comprometedores), al igual que al imputado, nada sucederá a sus voceros irresponsables y demagogos. Sólo una meridiana separación de la verdad política y la jurídica, es decir, un código ético que delimite el momento en que determinadas conductas han de ser reprobables y, al margen de lo penal, susceptibles de la inhabilitación correspondiente, nos sacará de este putrefacto ambiente. ¿Por qué no lo consensuan? Ni siquiera caben excusas de tipo económico, sólo es cuestión de voluntad política. Eso, de voluntad política, pero con mayúsculas.