La pura verdad es que en la inmensa tristeza que rodea la muerte de Arcadio Blasco, la primera sensación que nos asalta es lo poco que importa la enorme talla de su obra y su reconocimiento internacional, frente a la terrible pérdida del amigo. Su generosidad y sentido de la amistad, sumados a la sencillez de su carácter, imponían desde el principio unas reglas de comportamiento implacables. Digería mal los halagos, por ejemplo. Espinosa cuestión, pues resultaba imposible no sentir admiración por lo último que te enseñaba en su taller: apenas iniciada la alabanza, ya te había lanzado una mirada reprobatoria fácilmente asociable a un "¡Venga ya!".

Un día antes de su reciente traslado a Madrid, acudimos María Chana y yo a verlo al hospital. Nos reconoció y pudimos cruzar unas palabras; pero entre el tinglado de aparatos que rodeaba su cama y las sinceras lágrimas de sus sobrinos, salimos bastante fastidiados. Y no tanto por una inevitable sensación de despedida, sino por el temor de que aquella imagen venciera a la de siempre, a la de un Arcadio vital, sonriente, fuerte (tenía que estarlo, para mover semejantes piezas), conversador incansable, rojo y proscrito a mucha honra.

Con Arcadio Blasco se va a cumplir el deseo del poeta: la memoria de ti dará vida. Ya no lo tendremos a nuestro lado dibujando, pintando, modelando sin parar e inventando movidas para fastidiar a reaccionarios, uno de sus deportes favoritos. Pero estoy convencido que su recuerdo va a ser fundamental a la hora del qué hacer para dinamizar esto: ¿qué organizamos? ¿Hacia dónde nos movemos? Va a ser muy fácil; bastará con que nos planteemos una sencilla pregunta: "¿Qué haría Arcadio?"