V a a llegar un momento en el que al aproximarse el 11 de cada mes nos echemos a temblar. Ya hay cuatro días 11 en el macabro inventario de las barbaridades terroristas en distintos lugares del mundo -Nueva York, Madrid, Londres y Argel-, sin que además se vislumbre sino más bien lo contrario, ningún indicio de que vayan a cesar las irracionales matanzas que estamos presenciando. Las declaraciones de los portavoces de Al Qaeda para justificar la carnicería del miércoles en Argel reclamando la reconquista «desde Jerusalén hasta Al Andalus» nos parecerán descabelladas e imposibles, pero dan la medida de cuál es la mentalidad de quienes así se manifiestan y las pocas esperanzas que debemos albergar de que cambien de opinión pues ese tipo de veredictos muestran el fanatismo irreductible de quienes los sostienen.

Paralelamente, el juicio por la matanza del 11-M que se está celebrando en la Casa de Campo madrileña está desvelando a través de las declaraciones de acusados y testigos que los individuos que dormitan detrás de los cristales de la pecera, ciudadanos que convivían con nosotros, paseaban por nuestras calles y compraban en las mismas tiendas, a pesar de su normal apariencia, son capaces de poner bombas en los trenes y ocasionar centenares de muertos y miles de heridos. Si sumamos a todo esto las habituales imágenes de la escabechinas diarias en Irak y Afganistán tendremos un retrato de la ola de barbarie que recorre el mundo.

Desde el punto de vista del resultado final -salvajismo y crueldad- todos los terrorismos son iguales, pero aquellos que han tenido como soporte las creencias religiosas se han caracterizado a lo largo de la Historia por su duración, irracionalidad y virulencia. En el caso de los países musulmanes del norte de África y Oriente Medio, se dan todas las condiciones para constituirse en el caldo de cultivo ideal del extremismo yihadista: traslado de principios religiosos inflexibles a la gobernación del país, movilización de masas -que como tales se comportan de manera insensata-, invención de un enemigo exterior -en este caso la cristiandad- que distraiga la atención sobre los problemas internos y promesas de paraísos eternos a quienes se inmolen por la causa; todo ello en un escenario social, económico propicio por el bajo nivel cultural y ausencia de espíritu crítico.

El gran cambio respecto a los atentados que protagonizaron extremistas radicales islámicos en los ochenta y aún antes es que mientras entonces se trataba de grupúsculos con escasos lazos de relación entre ellos, ahora, mediante Al Qaeda, se ha producido una coordinación de acciones, conjunción de intereses, confluencia de fines y uniformidad de ideología que dotan a esta organización criminal de una efectividad y una contundencia verdaderamente temibles, y ni se entrevé un posible acercamiento entre bandos a causa de sus diferencias radicales ni se sabe cómo combatir este tipo de terrorismo generalizado que tiene como ejecutores al coche o camión bomba o al delirante suicida. En este sentido resulta curioso constatar que países cuyos gobiernos mantienen tradicionalmente posiciones políticas enfrentadas como Argelia y Marruecos, en lo que atañe al comportamiento de sus grupos terroristas, parece que proceden de manera coordinada. Y si como afirma el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos con sede en Londres, la red de redes que constituye Al Qaeda en el mundo cuenta con entre 18.000 y 25.000 extremistas dispuestos a todo, no se ve cuál puede ser el método de combatirlos dado su número y dispersión.

Quizá, todo este panorama no es más que la forma que ha adoptado la Tercera Guerra Mundial, que ya no puede presentar las características de las guerras tradicionales a causa de la colosal capacidad destructiva de los ejércitos de las grandes potencias, lo que decidiría salvajemente y en un santiamén los conflictos, pero a cambio, el hombre, condenado a matarse en todas las épocas, ha derivado en esta sangría difusa de guerra no declarada que va a constituir una tragedia espantosa para las próximas generaciones.