Subdesarrollar un país es relativamente fácil. Puede hacerse mediante estas cuatro sencillas políticas:

Primero, destruir la propia manufactura. Hay muchos medios, pero el mejor es evitar una mano de obra bien educada y producir mercancías de peor calidad y a mayor precio que la competencia. Se puede provocar desde fuera y así se creó el "Tercer Mundo" de otros tiempos según cuenta Jeffrey G. Williamson en su Comercio y pobreza. Cuándo y cómo comenzó el atraso del Tercer Mundo y se puede repetir ahora. Pero siempre hace falta la cooperación y, a veces, la iniciativa de las élites locales. En todo caso, para acabar con el propio sector productivo sirve el dedicar la búsqueda del beneficio sobre todo a sectores inestables como el turismo (siempre habrá quien proporcione productos más baratos y mejores, sobre todo si el modelo es el de "sol y playas" -sun, sand, sex, spirits, las cuatro S-) o el ladrillo (que, casi por definición, es una burbuja que acaba reventando). Lo mejor para lograrlo: sucumbir a la financiarización de la economía, con prestamistas situados fuera del país.

Segundo, reducir la clase media. O, si se prefiere, polarizar la sociedad haciendo que los ricos sean más ricos (y tengan el "Estado de Bienestar para ricos", es decir, que el Estado solucionará todos sus problemas, empezando por los bancarios) y los pobres más pobres (reduciendo la intervención del Estado y dejando la "de subventione pauperum" que decía Luis Vives a las obras caritativas de las ONG y las iglesias). El Estado deja de ser un elemento de reducción del carácter de producción de desigualdad que tiene el mercado (Adam Smith ya lo sabía: el mercado se nutre y produce desigualdad) y se convierte en un factor más de desigualdad dejando de intervenir en la educación, la sanidad y los servicios sociales y, de hacerlo, haciéndolo a favor de los ricos (por ejemplo, cediéndoles a precios de saldo la gestión de servicios públicos como el sanitario cuyas infraestructuras han sido pagadas con dinero público). Una política fiscal de Hood Robin (quitarle el dinero a los pobres para dárselo a los ricos, al contrario del mítico Robin Hood) siempre ayuda. Y reducir los salarios y facilitar el despido ya lleva el proyecto a la perfección.

Tercero, exportar la propia riqueza. Básicamente se trata de tolerar (si no provocar) la huida de capitales sea en fondos que se van a los bancos de reconocida discreción (paraísos fiscales), sea fomentando la inversión en el extranjero. Es decir, fomentando la deslocalización de las propias empresas con lo que volvemos al punto primero. Ha habido numerosas administraciones locales, comenzando por la autonómica, que han subvencionado (sic!) la creación de puestos de trabajo en el extranjero mediante su exportación a países más benévolos en materia de salarios. Sin entrar en el proceloso mundo de las fundaciones con fondos en lugares sospechosos (como Panamá), no vendrá de más recordar que, según el Banco de España, se han sacado del país mucho más de 300.000 millones de euros en los últimos 14 meses (250.000 en este año), que no es una cifra despreciable.

Y cuarto, aceptar ser colonizados (o recolonizados en su caso). Fomentando la compra de activos propios por parte de extranjeros, recibiendo gustosos la inversión extranjera y buscando afanosamente que los extranjeros compren la deuda (y, como ya he citado, el que controla el futuro, controla el presente). A finales de octubre, los "no residentes" (extranjeros, vamos) eran el grupo mayoritario de tenedores de deuda española, aumentando su porcentaje sobre el total hasta un 35% y siendo titulares de algo más de 200.000 millones de euros. Según el Bank of International Settlements, los bancos acreedores de los bancos españoles eran, en primer lugar, los alemanes (con un total de 140.000 millones que les debían los bancos españoles), seguidos de los franceses (115.000 millones a sus bancos).

Lo curioso del asunto es que he tomado las cuatro políticas, en su literalidad, de un artículo publicado en los Estados Unidos y dedicados a la "tercermundialización" de dicho país, cuya caída en el subdesarrollo ya pronosticaba Manfred Max-Neef, un economista chileno, varios años atrás. Para el caso español, somos varios los que hablamos de ese peligro al que no parecen ser sensibles ni los españolistas (algunos de los cuales es posible que participen en la fuga de capitales) ni los soberanistas (algunos de los cuales ídem de ídem). Quizá los detalles locales hagan pensar que se trata de asuntos diferentes. Pero son subespecies de un mismo proceso.