"No podemos callar. Llegan hasta nuestros oídos los clamores de la multitud. No son pocos los que se han enriquecido desaforadamente en estos últimos años y viven una vida eufórica. Esas risas no pueden apagar los clamores de la muchedumbre, que sufre hambre y vive en la miseria". Aunque pueda parecerlo, estas frases contundentes no forman parte de un discurso del alcalde de Marinaleda, ni de un panfleto indignado del 15-M, ni de un artículo incendiario de algún ideólogo de la izquierda. Estas palabras fueron escritas allá por el año 1950 por un cura cachazudo de Burriana, que se llamaba Vicente Enrique y Tarancón. Forman parte de su homilía "El pan nuestro de cada día", una denuncia contra la injusticia, que desafío los años más duros de franquismo y que le supuso a su autor serios riesgos personales y un exilio interior que duró casi veinte años. Con el tiempo, la lógica se impuso y aquel obispo con aires de "retor" de pueblo llegaría a ser cardenal primado de España y escribiría algunas de las páginas más brillantes de nuestra historia reciente.

No he podido evitar el recuerdo de la gigantesca figura de Tarancón a la hora de analizar el ominoso silencio con el que la jerarquía eclesiástica española está afrontando la actual crisis económica y las consecuencias que esta recesión está teniendo sobre buena parte de la ciudadanía. La organización que hace muy poco tiempo llenaba las calles de manifestaciones para expresar su rechazo a las leyes del aborto o del matrimonio homosexual, permanece escandalosamente muda, cuando desde un gobierno se toman decisiones que llevan a la miseria a miles de españoles. La Conferencia Episcopal, que hizo bandera de la defensa de la familia, parece olvidar que son precisamente las familias, las principales víctimas de medidas como el recorte de las prestaciones sanitarias, la reducción de las ayudas por el desempleo o el desmantelamiento progresivo de la red pública de servicios sociales.

Actitudes institucionales como ésta, sólo rotas por la declaración esporádica de algún obispo francotirador, contribuyen a extender la sospecha de que la cúpula eclesial española se identifica hasta la complicidad con una opción política muy determinada: el PP y la derecha en general. Volvemos de nuevo a Tarancón y a aquella profética homilía: "no, no nos engañemos, son muchos los que miran con prevención y recelo a las organizaciones del Estado y aun a las organizaciones de la Iglesia. Buena parte de los obreros y de la clase media no creen en las buenas intenciones del Gobierno ni en la sinceridad de los obispos, porque a todos nos juzgan con el mismo criterio y a todos nos alcanza su prevención y quizá su rencor".

Aunque la red asistencial de la Iglesia, montada en torno a los servicios de Cáritas, ha funcionado con ejemplaridad y se ha situado en la primera línea de respuesta ante los demoledores efectos de la crisis, la dirección de esta organización religiosa parece haber renunciado a cualquier posibilidad de ejercer una legítima presión política, que sí ha ejercido cuando se debatían otras cuestiones en apariencia mucho menos urgentes. Nos hallamos ante una sangrante contradicción, ante una demostración palpable de que el encomiable ejercicio de la caridad se convierte en una práctica incompleta, si no va acompañado de la obligada exigencia de justicia.

La cúpula episcopal española lleva casi tres décadas intentando borrar de su programa cualquier huella del taranconismo y por el camino se ha convertido en un grupo altamente ideologizado, en el sentido más sectario del término. La llegada de estos tiempos extraordinarios de incertidumbre y de empobrecimiento generalizado sería una buena ocasión para recuperar el mensaje de un hombre, que fue consciente de que la Iglesia era una institución de este mundo, que debía dar respuesta a los problemas de este mundo.