Hace un par de semanas que no me comunico con ustedes dos y, qué quieren que les diga, aunque me tachen de obvio, parece que hayan pasado catorce días. Son cosas del autismo intelectual, de la duda epistolar, del dilema moral, del miedo al tiempo pasado y al que nos resta por pasar en la ecuación de las horas y los días. Si yo fuera Hugo Wolf, que no lo soy por tan sólo unas horas y unos días, antes de abrazar el elogio de la locura junto a Erasmo de Rótterdam y Hans Holbein, el Joven (su padre, el Viejo, había muerto antes de que el hijo nos dejara en el Thyssen-Bornemisza el psicópata retrato de Enrique VIII), les dedicaría hermosísimos "lieder" cantados a "capella" para compensarles de su nostalgia conceptual. Pero si tienen alguna duda más allá de la razón, escuchen las razones que cortejaron al inconmensurable barítono Dietrich Fischer-Dieskau para cantar los "lieder" de Wolf acompañado del piano de Daniel Barenboim, un Steinway recién afinado en el 109 W 57th Street de Nueva York, cerca del Carnegie Hall, allá donde gusto descansar mis ausencias y las suyas cuando ya nada se espera, Celaya; cuando la poesía, Paco Ibáñez, ya no es un arma cargada de futuro; cerca del Metropolitan Ópera House donde Miguel Fleta acabó de consagrarse; el mismo gran tenor "spinto", no lírico, que estrenó el Calaf de Turandot de Puccini a las órdenes del irascible y genial Arturo Toscanini. Un Fleta redivivo merced al recuerdo de su inconmensurable "Vesti la giubba" de I Pagliacci de Leoncavallo grabado en 1927 en La voz de su amo. ¿Ya les va sonando? A los oídos de mi padre, felizmente heredados, también. Así sea.

El dilema, una fuerza dialéctica hegeliana, un sencillo pero exigente motor de síntesis que nos permite crecer, avanzar en nuestro maniqueo mundo repleto de blancos y negros, de buenos y malos, de mentiras absolutas y verdades por descubrir. De ahí el miedo que sentimos ante el perfil crudo, eterno del dilema. Es lo único que nos pone frente a nuestras responsabilidades, que nos obliga a tomar partido y alzar la voz, a pronunciarnos frente a la injusticia vestida de decencia, frente a la desigualdad disfrazada de progreso, frente a las opciones fáciles y cobardes, frente al silencio de muchos ante la tiranía de unos pocos. Así fue con Hitler, con Stalin, con muchos otros dictadores vestidos de irresistibles dioses a los que no se podía negar la genuflexión porque no valía la pena, porque todo estaba consumado. Ante aquellos dilemas la sociedad enmudeció; sus mecanismos de control moral, intelectual, de prensa, de la Universidad y de colegios profesionales también callaron, guardaron silencio. Así les fue.

Pero son muchas las aberraciones que nos enfrentan al dilema en un mundo occidental esclavizado por la progre tolerancia, por el convencionalismo, por las frases y las ideas plastificadas en envases huecos y cobardes de alianzas de civilizaciones, excusa perfecta para que países miembros de ese club perpetren crímenes contra los derechos humanos sin castigo moral alguno; por lo políticamente correcto, por la multiculturalidad ciega, por el relativismo a la hora de censurar sin fisuras culturas y religiones ajenas a los derechos de la mujer. Mientras el imán de Tarrasa, por ejemplo, aconseja pegar y aislar a las mujeres de conducta "desviada" y critica el exceso de derechos de los que gozan las mujeres en Europa, una adolescente de 16 años se suicida en Marruecos tras haber sido obligada a casarse con el hombre que la violó. Pero no verán ninguna manifestación en España contra estos horrores; estamos más preocupados y preocupadas contra el lenguaje sexista de la RAE. Ese es el gran debate.

Ahora, hoy, corremos el riesgo de que todo vuelva a repetirse, de que, como no vale la pena, como todo está consumado, como ya nada se espera, las voces que deberían resolver el dilema, enfrentarse a él, no darle la espalda, enmudezcan por el miedo, callen por la complacencia, aborten en la cobardía de la molicie. Se pierde la fe en lo que antaño eran las conquistas, se pierde la esperanza en lo que otrora era la ética. Si unos políticos han sido condenados por malversar fondos públicos, dinero de todos, pese a la exótica teoría que al respecto sostenía la simpar ministra del PSOE Carmen Calvo (estamos manejando dinero público y el dinero público no es de nadie), llega el Gobierno y los indulta. Si unos políticos han llevado a la ruina a sus ciudadanos, nadie es responsable, a nadie se juzga. Si la corrupción hace el aire más irrespirable que nunca en partidos políticos, administraciones públicas, entidades financieras donde se sientan ideologías de variado signo y condición, todos callan, nadie ha visto nada. Citaba Richard Overy en su inquietante libro Dictadores, estas cínicas palabras de Hitler: "Con razón o sin ella, debemos vencerÉ Y entonces, ¿quién va a poner en entredicho nuestros métodos?... En cualquier caso, ya somos culpables de tantas cosas que debemos vencer". No da miedo el dilema, el verdadero peligro es no enfrentarse a él. Pensar que no existeÉ o que ya está vencido.