Si han seguido esta columna con cierta regularidad es posible que a lo largo de los más de siete años que llevo asomándome semanalmente a estas páginas les haya llamado la atención el hecho de que sólo figurase (hasta hoy) para identificarme el nombre y mi primer apellido, el paterno. Que quien se dedica a escribir denunciando la situación de discriminación de las mujeres y reivindicando la igualdad de mujeres y hombres no visibilice el apellido materno es una absoluta contradicción. Pues no; en mi caso es al contrario. Si en todo este tiempo no he puesto el apellido de mi madre ha sido, precisamente, con la intención de no ignorarla. Se habrán hecho un lío ¿verdad? Me explico: para la ley, desde que cumplí los cinco años (y tengo 42), mi madre no era tal, sino mi madrastra, es decir "mujer del padre respecto de los hijos llevados por éste al matrimonio". Sí, mi padre enviudó jovencísimo, con una niña de cuatro años y un niño recién nacido. No era, precisamente, un buen partido. Así que imaginen de qué manera se enamoraría de él para que una joven independiente, ganando su salario casi desde que era una niña y que vivía como una reina, asumiera ese cambio de vida de golpe y porrazo. Siempre me ha contado que se enamoró también perdidamente de nosotros y se nos llenan los ojos de lágrimas cuando cuenta el momento en que nos conocimos: "Enseguida me cogiste de la mano y me preguntaste ¿vas a ser mi mamá?". Desde entonces ella ha sido mi madre, por más que las normas se empeñasen en definirla como mi madrastra, esa figura tan malvada en el imaginario colectivo gracias al sistema patriarcal. Con una generosidad excepcional, nunca quiso que olvidáramos a la madre biológica, así que mi hermano el mayor y yo hemos llevado el apellido Valdés, el de la "mamá Pepita" (la que nos parió) hasta hace apenas una semana, fecha en que ha culminado el proceso de adopción legal, único camino para adaptar lo que era una realidad a la norma. Al cumplir años, y ya con nietos, no podía soportar la idea de que la ley no tratase por igual a todos sus hijos cuando ella ya no esté. Ha sido un dilema para ella, pero era la única solución. Y yo no quiero desmerecer a la madre que me parió pero estoy orgullosa de llevar, por fin, el apellido de la que me crió. Todo el empeño de mi madre desde que publico esta columna era que, junto a mi nombre, figurase mi profesión. Más importante es que refleje quién soy, y la mayor contribución la has hecho tú, mamá.