Quienes a mitad de los años setenta del siglo pasado finalizábamos nuestros estudios de Filología Moderna con un ojo puesto en las oposiciones a plazas de profesor de inglés de aquellos días (catedráticos, agregados, etc.), encontrábamos en los temarios uno cuyo título era Vida, costumbres e instituciones británicas. Era una forma pomposa de referirse a los rasgos idiosincrásicos de Albión, que hacen de este pueblo una raza única y diferente, y que ha sido, por otra parte, un tema recurrente de reflexión a lo largo de mi existencia: eso que eufemísticamente recibe ahora el nombre de "aprendizaje permanente". Sirvan como ejemplo algunos artículos publicados en distintos diarios y periódicos, que merced a los largos brazos del todopoderoso San Google se encuentran disponibles en unos segundos con un par de clics de ratón: Los británicos, tan diferentes; Puro glamour británico; Verano inglés; Amapolas; Transfuguismo político y religioso, etc.

Ahora, a raíz de la cumbre europea celebrada en Bruselas los días 9 y 10 de diciembre -cada vez más nuestras vidas se mueven a golpe y dictado de cumbres europeas- he tenido la oportunidad de añadir algún matiz nuevo a la larga lista de diferencias que separa a este pueblo del resto de pueblos europeos, o al menos reforzarla con ejemplos significativos como su inhibición del pacto fiscal europeo.

Los británicos, como nosotros, entienden que en la diferencia reside la riqueza, y se empeñan en demostrarlo a la mínima ocasión. Y aun cuando existen diccionarios culturales que recogen multitud de facetas distintivas de su particular naturaleza como nación, uno se deleita en ir elaborando el propio. De ellas entresaco alguna variante de su euroescepticismo innato, que algunos sostienen que nace en el momento mismo en que muere su Imperio. Esa forma de ver la vida por la que "si soy como tú, soy menos yo", les llevó en el pasado a tener su propia religión, fruto de esa pataleta político-religiosa de Enrique VIII, y más recientemente a quedarse fuera del euro en Maastricht con el fin de preservar su independencia económica y monetaria, o a hacernos sufrir al resto de los europeos su férreo control fronterizo consistente en cruzar las aduanas con el equipaje de mano en una mano, los zapatos en otra y el pasaporte entre los dientes, y finalmente a negarse a respaldar un tratado de reforma fiscal para resolver la crisis y salvar el euro -sencillamente porque ése no es su problema-, y llegado el caso, tener además plena libertad de poder devaluar su libra esterlina. Lo más extraño de todo es que decidiera en un momento del pasado formar parte del club europeo. Esperemos que Merkozy patente cuanto antes una vacuna que combata el temor genético británico a que su pertenencia al club europeo acabe dañando los intereses económicos de la City. No se puede seguir con esa rabieta consustancial de "No soy tu amigo si no defiendes mis intereses". En otras palabras, no se puede pertenecer a un club sin renunciar a determinadas señas de identidad; exactamente lo mismo que tener que formar parte de un continente cuando siempre se ha sido una isla. Son sacrificios que hay que sopesar.

Los británicos tienen la sensación de que no cambian, y sin embargo aúnan inconscientemente la filosofía de los presocráticos Parménides y Heráclito a un mismo tiempo, y su singularidad se desvanece con el paso del tiempo. Ejemplos: los anglicanos que el año pasado volvieron al redil católico; la desaparición de la campana que anunciaba la última copa de los pubs británicos vigente hasta hace diez años; la obligación de cerrarlos a las once de la noche hasta hace sólo seis años o las famosas azotainas en las escuelas -herencia de la disciplina férrea victoriana- que ya no recuerdo bien si fueron abolidas en algún momento del pasado reciente o si aún continúan vigentes.

Pero no nos engañemos, con otro primer ministro en ese país, tarde o temprano, sucederá el milagro de la integración real, por más que tengamos la impresión de que Reino Unido se aleja cada vez más del continente, física y espiritualmente. Por más que el euroescepticismo reine en las filas tories, y por más que periódicos como el Daily Mail, considerado el más intelectual de los periódicos populares (de derechas) siembre día tras día la semilla del antieuropeísmo. Y el resto de Europa debe esforzarse también por comprender que a quien fue dueño de un Imperio, además de ser un país vinculado a Estados Unidos por tantos lazos histórico-culturales, le suponga un sacrificio ver con agrado esa sacrosanta dualidad merkoziana que últimamente rige nuestras vidas y de la que pende nuestro futuro. En fin, ya lo decía Patricio Manns, hace tantos años, en una memorable canción-mensaje: "Ya no somos nosotros" (YouTube esta vez, por favor, en las voces de Isabel y Ángel Parra). Entonces yo era más joven también.