Cayetano Martínez de Irujo, de profesión hijo y caballista, de la estirpe de los Alba, poco conocidos en la historia por su laboriosidad, aunque sí por su afán guerrero, se ha despachado la semana pasada con unas declaraciones en las que califica a los andaluces de vagos, de poco animados al trabajo, de responsables únicos de su retroceso económico, sin sentir remordimiento alguno por ser su familia la máxima exponente de los terratenientes ancestrales cultivadores de la miseria. Critica duramente el PER, pero no que los Alba reciban cada año tres millones de euros de subvención por no sembrar. La tierra para quien ni siquiera la cultiva. Y es sumamente llamativo que diga que los agricultores andaluces no trabajan, cuando las tierras están improductivas, precisamente porque muchos, entre ellos los Alba, cobran por no cultivar ni buscar alternativas al erial que poseen, ya que prefieren poner la mano sin dar palo al agua. Paradoja de quien vive de las rentas y no ha padecido en su vida los golpes que ésta da a quienes considera inferiores, siervos de la gleba que formaban parte inescindible de sus tierras.

Pero, a mí no me han extrañado las palabras de Martínez de Irujo, propias de un desocupado con antigüedad y experiencia en la holganza, lo que está comprobado que afecta seriamente a la sesera. Es más, este embrutecimiento está en los genes y es hereditario, lo que se agrava por el hecho de que el origen de la nobleza no residió nunca en el saber o la inteligencia, sino en la fuerza bruta, en la conquista de los vecinos y en el expolio de lo ajeno. Tampoco me han molestado sus coces porque yo sea andaluz, cordobés para más honra, pues no ofende quien quiere, sino quien puede y ese señor -calificativo que no me gusta negar a nadie aunque operen presunciones en su contra-, no tiene altura para lograr que me inmute. Lo cierto es lo que más me ha llamado la atención del citado ha sido el anacronismo de sus palabras, la soberbia que late en sus afirmaciones que considera que puede formular sin dar explicaciones a nadie, sin molestarse en pensar si puede herir sensibilidades. Cree vivir aún en tiempos pretéritos en los que los nobles usaban y abusaban de los siervos que les rodeaban cual sumisos semovientes vinculados a sus tierras. Habla mirando al horizonte, imbuido de un aire de superioridad tan absoluto, como injustificado, sin percatarse de que este mundo ha cambiado y de que su aureola proveniente exclusivamente del nacimiento, queda difuminada con oírle, con percibir su entonación pedante, pero chocante con su aspecto de pisaverde, con solo intentar comprender hasta dónde puede llegar la estupidez de estos vestigios del pasado que hubiera sido conveniente en su día despojar de tanta tontería, título e incluso alguna cosa más dada su adquisición demostradamente ajena al pensar. Ir por la vida de noble es tan tonto, como pensar que los demás van a reverenciar a quien pudiendo -no lo afirmo-, ser bobo, no va a dejar de serlo por airear un linaje. Y es que hacia tanto tiempo que no escuchaba tanta estolidez junta. Si es que su madre habla y se le entiende mejor.

No obstante, lo que dice Martínez de Irujo no debe afectar a la Duquesa, que bastante tiene con lo que tiene y que ella, con seguridad conoce mejor que los demás, pues de ella nació el sujeto. Por eso, retirarle a la pobre mujer sus reconocimientos, cuando ha acreditado tener redaños para enfrentarse al qué dirán y se ha puesto el mundo por montera en repetidas ocasiones, no me parece justo. Que sean debidos tales honores, no lo sé, es cosa de los que se los concedieron, pero privarle de homenajes otorgados por la conducta de un hijo un tanto lelo y subido en la cima de la soberbia obtusa, no es justo. Lo mismo que tampoco hacer pagar al Rey los "negocios" de su yerno. Que tampoco aquel estará para muchas fiestas con los quehaceres de su hijo político. Aprovechar este suceso para atacar a la Monarquía es pasarse un poco, salvo que estemos dispuestos también a llevarnos por delante a todos los partidos por los chanchullos de unos cuantos, demasiados tal vez, mentirosos y poco valientes para asumir sus actos, como se está viendo en Valencia. Si hay que replantearse la Monarquía, nos la replanteamos, yo encantado como republicano que soy. Pero, aprovechar las gestas de Urtangarín -¿o es Urdangarín?-, me parece que es coger el rábano por las hojas y entrar en un debate un poco deslucido y sin la profundidad que merece el asunto.

Lo que sucede, es verdad, es que entre las declaraciones de la nobleza y de los Grandes de España y los negocios de los yernos reales, están acabando ellos solitos con la historia de la sangre azul y barrunto que la suerte está echada y que las cosas no van a ser como previeron muchos que serían. Ahora no, que tenemos crisis, pero una vez que la pasemos, allá para cuando nuestros hijos sean pensionistas, para cuando el príncipe Felipe esté al borde de su sucesión, ya hablaremos o hablarán los que queden en este reino en el que el Rey, no nos engañemos, lo es por méritos propios, no por un linaje que hayamos aceptado por convencimiento.