Tengo o tenía, hace tiempo que no tropiezo con ella, una vecina que ha librado durante años una batalla contra las necesidades fisiológicas de los perros. Nadie sabe la composición de los polvos que vertía en las columnas y farolas de la urbanización para evitar que el mejor amigo del hombre orinase, dejando un olor nada sugerente al vecindario. La guerra no la ha ganado, pero al menos ha propiciado que gran parte de los propietarios de canes sean más respetuosos con la colectividad y vayan con la bolsita de rigor recogiendo los excrementos. Incluso, ya tenemos pipican, un logro impensable hace años. Si esto pasa en una pequeña comunidad qué no ha de suceder en una metrópoli. En San Vicente va a entrar en vigor una norma muy restrictiva que prohíbe a los perros miccionar en árboles, farolas, mobiliario urbano... bajo multa de hasta 300 euros. No sé si será efectivo, aunque es evidente que la absurda epidemia que sufren las aceras, como canta Joaquín Sabina, tiñe las calles de un color marrón. Y Luisa Pastor no está dispuesta a gastar en un año 72.000 euros en bolsitas para las caquitas de nuestras mascotas, como ya hizo el exalcalde de Elche Alejandro Soler. Tampoco hay que llegar a los extremos del PP de San Vicente, que recomienda a los dueños de las mascotas llevar una botella de agua con lejía para echarla encima de la susodicha meada. Ni una cosa ni la otra. Aunque es una idea digna de comentársela a mi vecina.